El cansancio satura nuestra época:
El siglo
XVIII tuvo la idea del contrato social.
El siglo XIX fue la idea del
progreso, la lucha de clases y en salud la lucha contra las bacterias
El siglo XX fue la era de la
inmunología.
En el siglo XX sentíamos la necesidad
de vacunarnos, el intenso miedo al Comunismo y a la Guerra
Fría.
Sigue habiendo migrantes, pobres
parias, excluidos que se los ve como un agente patógeno. Estamos
cansados de no “poder hacer”, de no cumplir las demandas
de la empresa y las exigencias familiares.
Los medios de comunicación saturan la
existencia. No hay tiempo para pensar, no se dialoga. Se vive en un bombardeo
constante de noticias efímeras, oyendo programas insulsos en la
televisión, donde el objetivo es atemorizar al oyente con muertes,
crímenes, temblores, huracanes o enfermedades terribles. Los
análisis serios informativos desaparecieron. Cada uno está perdido en su
diminuta pantalla.
En las empresas, el objetivo es que
la persona trabaje y rinda. Hace siglos el empleado deseaba ser visto por el
amo; la esperanza de ser reconocido no interesa. La gente corre al
gimnasio, almuerza en minutos, regresa a la empresa y
trabaja ocho a diez horas diarias durante
años,
Mientras tanto, aumentan
las depresiones, la ansiedad, los trastornos de la
personalidad (el sujeto no sabe qué quiere, para qué, tiene problemas de
identidad y padece de narcisismo). Se elimina el trabajo
conjunto, el esfuerzo de ambos. Existe el temor de ser vigilado, que
les lean los emails electrónicos o verifiquen las páginas que se
visita en la Red: todo se sabe en Facebook e Instagram: fotos,
historias, reseñas personales. Bastan unos minutos virtuales para suponer que
uno se relacionó con el prójimo. Velocidad, consumo, competencia,
individualismo, atención fugaz, violencia: uno está
cansado. Se perdió el placer de estar con el otro en
calma, trabajando juntos o compartiendo gustos. Según los
psicólogos el desgaste crónico proviene del exceso de
trabajo y la falta de motivación y así crecen los síntomas de la
angustia.
Tampoco se estudia por vocación. El
joven mantiene el promedio para no perder la beca. Quiere pasar con
la mejor nota porque a las autoridades les importa la
excelencia laboral con horarios extenuantes. En las empresas, los
empleados viven enajenados y con temor. Es un acoso cerebral,
envenenado con todo tipo de tóxicos químicos para seguir adelante y
enfrentar el día a día. Somos enfermos mentales y no existe medicina para los
infartos psíquicos.
En el siglo anterior se temía la
Guerra Fría. Se enfrentaban dos modos de vida. Uno sabía de qué lado estaba el
enemigo y sabía defenderse. El comunismo podía infectar el capitalismo pero
también éste podía infectar la mentalidad de los comunistas. Hubo resistencias,
misiles, armas nucleares, amenazas. La guerra se jugaba de ambos lados: cuando
existe un opuesto nace la enemistad.
En el siglo XXI el mundo virtual
envenena las diferencias: pueden ser negadas o asimiladas. Los países se
castigan con sanciones económicas. Invadir al enemigo, -Irak, Afganistán,
Kuwait- fue el ideal de Occidente. Los países vencidos aprendían las reglas
democráticas, aceptando que algunos ganen y otros pierden.
Los pobres no son la clase
proletaria que concibió la Revolución Francesa: son una carga estatal, sean
migrantes, expulsados o no y se lo puede oponer sin destruir.
El diferente deseará posesiones.
Se alienará viendo el fútbol, (sea pobre o rico, brasilero o nipón);
trabajará por una suma irrisoria mensual, formará parte del medio,
tendrá acceso a la red y, si es un paria que emigra, será
expulsado. Si se satura el régimen, los
controles serán más rígidos para que los prescindibles no
se conviertan en agentes infecciosos. Es igual pedir a un político corrupto que
sea castigado como a un migrante que sea repatriado: lo extraño es suprimido o
controlado.
En el S XX había amenazas. El
inmigrante era una carga; el corrupto desordenaba el sistema.
Somos amos y esclavos de nosotros
mismos, dijo Foucault. La distancia entre moral, religión, derecho, economía y
filosofía murió. Vivimos en una cultura híbrida,
pues no tenemos una religión que marque el sentido o una moral de
leyes que se pervierten o desaparecen, pues no existe un
sistema normativo. Las ganancias son de algunos y las miserias del
resto. Se acepta esa condición, mientras sobrevivimos en la era de los derechos
humanos. Curiosamente, hablar de derechos determina que las diferencias se
supriman o que se admitan. Derecho a toda protesta. Se gastan miles
de dólares para paliar el Covit, pero los grandes capitales se destinan al
armamento. El motivo es evitar que nos dañen. Pero ¿Qué se sabe del
genocidio en la franja de Gaza o de los túneles de Hamas que amenazan a Israel?
Ya se olvidó el terremoto en Haití o el avión perdido de Malasia y se olvidó el
ébola como se olvidó Irak: nada merece recordarlo.
Lo mismo sucede en la vida
privada. Dos personas que se aman por Internet se mandan mails: si se ven o no
se ven, no interesa. Al debilitar su capacidad de
enfrentarse, uno se mantiene inmune: las relaciones humanas resultan débiles.
El olvido es fácil, el sexo es un goce efímero. Las amistades se
hacen y deshacen fugazmente. La pareja es prescindible. La intimidad es escasa;
el misterio, inexistente. La identidad en exceso anula las diferencias. La
exclusión de lo extraño no es un sistema inmunológico: se acepta o
se desplaza sin problemas; no plantea retos formidables: hacemos todo lo que
los demás hacen. Es el fin de la empresa en la cual cada uno era importante. El
fin del diálogo largo e interesado, el fin del compromiso
erótico, de la amistad, de las relaciones estables.
Vivimos una era de aburrimiento.
Vivimos digiriendo procesos y expulsando el exceso;
procesamos información a granel, los bienes de consumo, las reglas y
controles. Vemos sospechosos por todos lados: nos
sentimos hartos, agotados, asfixiados. La sobreabundancia impuesta no se
soporta. El silencio nos aguarda detrás del bullicio y nada
de lo que se dice importa.
Baudrillard escribe: la enemistad es
el enemigo que aparece en la primera fase como un lobo. […] En la siguiente
fase el enemigo adopta la forma de una rata: es un enemigo que opera en la
clandestinidad y se combate por medios higiénicos; en una fase ulterior, adopta
la forma de un escarabajo y finalmente el enemigo adopta la forma
viral. […] La violencia viral parte de aquellas singularidades que
se establecen en el medio -como células terroristas
adormecidas- e intentan destruirlas. El terrorismo
consiste en la sublevación singular frente a lo global.
Los parias seguirán en la calle ante
la mirada sin compasión de los ricos. Los desempleados harán protestas.
Los transgresores irán a la cárcel o deberán partir y, -si se
van- no molestarán más.
El enemigo no
es el que uno teme. El terror coexiste con el infarto psíquico,
donde uno ya no es enemigo de nadie: uno se adapta a la extinción del otro.
Uno no debe despojarse: debe sumar: ya no es original
sino corriente. Peor aún: no rinde dentro del
sistema como los que sobresalen,
porque iguala, diferenciando a los mejores de los
peores. Existe una diferencia entre los más exitosos y los mediocres
y esa lucha por prevalecer culmina en el agotamiento.
La muerte de todo proyecto nos
empareja: son los demagogos democráticos trabajando para minorías,
que hablan pero no analizan y nada dicen; millonarios que pregonan ayudar a la
sociedad pagando salarios de hambre; jefes hablando de
justicia, pero distribuyendo asecensos y prefidos, repartiendo
cargos a piaccere.
La violencia positiva describe una
sociedad masificada, condenada a ser tragados
por el sistema y, si queremos salir es porque estamos adentro; finalmente
caemos extenuados, diciendo una cosa y haciendo lo opuesto, siendo
copias del original, deprimidos, apáticos: la
depresión se origina en la sobreabundancia de lo idéntico
representando una masificación.
Este sistema produce enfermos
mentales. Nos estamos dañando. Vivimos desilusionados: muere el
diálogo, los argumentos son pobres. La capacidad de procesar información
es mínima, los vínculos amorosos, escasos.
Las patologías son tan comunes que
los psicoanalistas enfrentan un dilema: si la sociedad anula al otro y genera
cansancio: ¿Qué es ser normal? Alguien con un sentido de vida. El analista está
violentado por la masificación de lo idéntico. La distinción entre
normal y patológico se pierde y quizás solamente el filósofo puede señalar el
problema y devolverle su praxis a la psicología.
En Alemania, los
trastornos se dan en las clases más privilegiadas con una tendencia
a igualar. Es una sociedad apresurada donde el
rendimiento importa, es la sociedad disciplinaria de Foucault
que consta de hospitales psiquiátricos, cárceles, cuarteles y
fábricas, que no corresponden con el presente. La
sociedad actual no es la del control y no porque no haya
psiquiátricos, cárceles, hospitales; tiende a contemplar la disciplina como
parte de un proceso; no existe un grupo que discipline al
resto, todos se autodisciplinan, se autoconfinan, se
autodeterminan en un marco que anula la diferencia, que separa lo
normal de lo anormal. Al perderse la diferencia entre enfermos y no enfermos,
los psiquiátricos se vuelven extravagantes.
Dentro de prisiones
saturadas viven los criminales, pero también los que no se
autodisciplinan en la sociedad de lo idéntico. Si bien sigue habiendo
gobernantes y gobernados, médicos y enfermos, locos y cuerdos,
estamos unidos en una sociedad de control. La distinción
clásica se elimina y separa a quienes no se dejan igualar. Todos
queremos rendir para sobrevivir, tanto magnates en una empresa como
profesores a tiempo completo: el éxito es rendir.
La diferencia entre la
sociedad disciplinaria y la de rendimiento es que
la primera prohíbe casi todo mientras en la
sociedad de rendimiento existen prohibiciones.
·
En a) no se puede hacer lo
que uno desea. La obligación es “tener que hacer” lo que no se
quiere.
·
En b) uno se capacita para
poder.
·
Negando las disciplinas se
dan tres fenómenos:
·
Se crea deberes que impone
a otros (expresión de poder)
·
Se impone a sí mismo obligaciones
(poder más)
·
Se inyecta deberes (lo negativo se
vuelve positivo).
Estamos ante un cambio de paradigma.
Dice Chul Han: la sociedad
disciplinaria es una sociedad de lo prohibido; el verbo que
lo caracteriza es el “no-poder”. Incluso el deber es inseparable de
lo negado y de la obligación.
La sociedad de rendimiento se caracteriza por
el “poder sin límites”. Expresa su
carácter positivo. Los proyectos y la motivación reemplazan la
prohibición y la ley.
A la sociedad
disciplinaria lo rige el no.
La sociedad disciplinaria es negar lo
que se desea; consiste en la saturación de reglas, códigos y normas que
constriñe a la gente. Se vive con el miedo a ser castigado por alguna
transgresión a la norma.
En las sociedades disciplinarias todo
se traduce en cancelar la libertad. Genera
psicosis, esquizofrenia, adicciones y crímenes.
La sociedad de rendimiento produce
depresivos y fracasados.
Se trata
de tener más poder, más dinero, un buen
físico, dominar a los otros, poder consumir lo mejor. Es una sociedad positiva.
Quien desea pero no puede se deprime, se siente fracasado, se
convierte en un ser resentido, triste y mediocre, que se conforma con poco y
vive envidiando al prójimo.
Existe una diferencia entre los
“locos y criminales” y los “deprimidos y fracasados”. Los locos quedan fuera
porque no pueden rendir. Quedan al margen de la sociedad y los dañan, se
vuelven peligrosos, sean locos o criminales.
Los sistemas
totalitarios producen enfermos, genera deprimidos, cansados, pero no
locos ni criminales. Si alguien se pregunta sobre los narcotráficos
o sicarios habrá que rastrear historias familiares y herencias, pero la pobreza
por sí misma no la produce; los inadaptados solo son depresivos
crónicos.
La depresión se asocia a quienes se
exigen y confunden el rendimiento con el aislamiento, centrándose en
sí mismo. El problema es llegar a ser lo que uno quiere ser. La depresión es la
expresión patológica del fracaso del hombre en ser él mismo: la mayoría no
llega a ser lo uno desea. No conquista sus metas, se deprime, se aisla, se
distancia del hombre nietzschiano, que se consideraba el único dueño de sí
mismo; un hombre que se comporta como soberano se eleva a la categoría de dios.
Nada es imposible para el optimista, mientras para el hombre
depresivo nada es posible.
El hombre que rinde pelea consigo
mismo y el medio. Pero el hombre poderoso se explota de
tal modo que no nota su autodestrucción física o
mental; es un sujeto que se obliga a rendir. El exceso de
trabajo se agudiza y se convierte en auto explotación: el explotador es el
explotado. Víctima y verdugo no pueden diferenciarse. Todos viven en una
libertad obligada odiando su libertad que tanto defienden; nada les
satisface. Entablan una competencia que destruye toda
convivencia.
Vivir en una libertad obligatoria nos
fatiga o nos conduce al aburrimiento. Es la sociedad del
exceso; la cantidad de estímulos afectan nuestra vida: oímos noticias,
googleamos mails, los textos llegan y se envían sin cesar. Se navega en las
redes sociales de forma incansable. Se suben fotos, historias, comentarios,
para que se sepa públicamente lo que pensamos, o lo que piensa el
otro con un “me gusta” o “no me gusta”, sin opiniones. La publicidad
nos bombardea con comerciales insulsos; somos escuchas pasivos. En un
supermercado hay tantos productos similares que uno no
encuentra la leche, y cuando la encuentra, hay diez tipos diferentes. El umbral
de atención es tan pobre que de los diarios se leen sólo los titulares; se
hojean las revistas, se eligen libros de autoayuda o libros
virtuales que nunca se leen y en el exceso uno se pierde
y termina confuso. Somos humanos de multitareas sin profundizar.
La velocidad y el
exceso nos obligan a ser hábiles; la tecnología nos
hace sentir superiores: un ser sin computadora es un ser
abandonado. En tal abundancia, la percepción queda dispersa.
Hacer varias tareas es una
regresión. El multitasking ya existía entre los animales salvajes; el hombre
primitivo vivía del mismo modo, destruyendo la capacidad de contemplar.
El contemplativo se aleja de los
otros para admirar y luego retorna a la acción. En estado
de peligro no se puede ser contemplativo, Mientras uno está en
acción no medita; mientras se alimenta, no medita. Si uno
se ocupa de lo cercano, lo lejano es descuidado.
El hombre está sujeto a una atención
superficial aunque amplia: es una atención veloz sin contemplación. Las redes
son la frivolidad de un universo diseminado; pasamos de la
preocupación a la ocupación: sobrevivimos. No alcanza el tiempo, no
hay espacios de convivencia, no hay lugar para el otro. Las caras en
Facebook son fotos, los mensajes de texto son light. El exceso de
información diaria convierten al ego en un ser distraído, no
focaliza su atención, vive tenso, escucha como autómata; pasa de una
acción a otra, sin interés.
Vivimos en la la duda cartesiana,
diferente al asombro. El asombrado se extasia. Quien duda pretende
resolver un problema práctico, mientras el asombrado deviene contemplativo, que
se une al asombro: uno queda estático. Uno se centra en algo hasta
fundirse con ello. Mira un paisaje, una puesta de sol, oye una música,
contempla un amanecer donde se olvida de sí mismo.
Contemplar es sustraerse de lo
práctico, distanciarse del ego hiperactivo; es un proceso de afuera hacia
adentro. Es un recogimiento espiritual, donde uno es consciente de lo que mira
y el mundo interno cobra sentido: olvida las distracciones,
cede la ansiedad, se abstrae.
Hoy los seres humanos no miran,
no reflexionan, no dejan que las cosas hablen: no tienen tiempo.
Los seres
humanos perdieron la capacidad de contemplar.