miércoles, 18 de septiembre de 2024

EL KAISER GUILLERMO I

 


EL KAISER Guillermo
II

 

Hijo primogénito del príncipe heredero Federico, casado con la hija mayor de la reina Victoria y el príncipe Alberto.  

Parto largo y difícil. Al tercer día notaron el brazo izquierdo paralizado, la articulación rota y los tejidos musculares lastimados. En ese estado no podía recuperar el movimiento de su brazo con ninguna cirugía.

La pierna izquierda tenía dificultad y con el oído izquierdo tuvo siempre problemas: le dolía desde niño.

Buen mozo, un poco afeminado (aclara su preceptor); no le interesaba su vida interior). Sufrió el carácter áspero de su padre y el desprecio de su madre, que se inclinaba por su hermano Enrique.

Su abuelo, el emperador Guillermo I, cumple noventa años; si no fue un buen rey, tenía a su lado a Bismarck, a quien no quería, pero respetaba y aceptaba sus sugerencias.  El Canciller, elevado a la categoría de duque y luego a príncipe, firmaba tratados y convenios para intentar –primero- apartar a Austria del Imperio Alemán y –segundo- apartarla junto a Rusia de una posible guerra en los Balcanes. Se aproximó a Rusia en 1887 recién cuando el Zar fue Alejandro III.

Cuando Austria se negó a renovar la triple Alianza imperial, Bismarck inventó otro modo de asegurar la paz. Rusia sabía que, si luchaba contra Austria, debería enfrentarse también a Alemania -si existía un peligro de confrontación en los Balcanes- pero, si Austria atacaba o invadía, Alemania ayudaría a Rusia. El Zar se comprometía a permanecer neutral, en caso de que Francia atacara a Alemania. Bismarck llamó a este convenio “el contraseguro contra Austria”. Se aseguraba Viena contra Rusia, por medio de la triple Alianza. Alejaba de Alemania el peligro de tener que luchar en el Este y el Oeste al mismo tiempo; este sistema del Canciller fue sin duda su obra magistral.

Cuando el Zar Alejandro llegó a Berlín en 1887, se encuentra con el Káiser y le declaró alejarse de una alianza con Francia, aunque desconfiara de Austria. Las fronteras de ese país eran hostigadas por tropas rusas y Bismarck temía una posible guerra y hacía lo imposible por evitarla con un emperador muy anciano y un príncipe heredero al borde de la muerte. Por medio de alianzas y tratados, todas las potencias europeas eran aliadas, neutrales o inofensivas. Sólo quedaba fuera Inglaterra, cuyas fuerzas eran desconocidas.

Durante diez años Bismarck tocó las puertas de Londres, dirigiéndose a Gran Bretaña con una proposición oficial de una alianza con Alemania y luego con Austria; presentó otro tratado para los tres Imperios, Inglaterra, Alemania y Austria, pero necesitaba un convenio público. Éste fue el legado del Canciller para la generación siguiente y ésta la situación difícil en que se encontraba el país, a la muerte del primer Emperador alemán, Guillermo I.

Su hijo Federico, mortalmente enfermo, agonizaba de un cáncer a la laringe. Fue un excelente militar en los campos de batalla y murió como muere un soldado.

Su madre le prohíbe a su hijo Guillermo en dos ocasiones ver a su padre moribundo. Guillermo pasaba por San Remo, rumbo a Roma. Tal vez nunca le pudo perdonar que subiera al poder tan joven, cuando ella había ansiado tantos años ser reina de Prusia y tuvo la desgracia de que su marido muriera apenas cumplido su sueño. Luego de operado, proclama que está sano; no podía hacerse a la idea de que estuviera agonizando. Su reinado durará poco y bien lo sabe. A los 22 años su hijo, Guillermo II será el futuro Emperador.

Eulenburg es y será su único amigo, con quien pasa horas escuchando música -Wagner, sobre todo-. Será él quien nos aporte muchos datos de su carácter, pues durante treinta años fue el favorito de la corte; escribía poemas, era un músico. Será al único a quien le acepta darle sugerencias políticas.

Al principio, el joven Káiser prometió a Bismarck no provocar a las potencias e inició su reinado con visitas al extranjero. Primero visita al Zar, en ese entonces Nicolás II. Nunca se quisieron; el Káiser encontraba a su primo débil y el Nicolás lo tenía por petulante y vanidoso. Viaja a Viena, a Roma, a Londres y a Oriente para tranquilizar la tensión vivida. El Canciller estaba alerta.

Guillermo II desea el respeto de su pueblo muy al principio de su reinado; sufrió disturbios sociales y pretendía obrar según sus principios

humanitarios. Más de cien mil hombres hicieron huelga en 1989, por sus jornales: “Debo velar por mis obreros” dice; contratistas y accionistas deben ceder; quiere aumentar los salarios, siempre que no sean socialistas o anarquistas; para él son lo mismo: los enemigos de la patria, que   debían ser aplastados, porque era un peligro grave para la democracia. Guillermo teme sufrir los atentados de su abuelo y los protege repartiendo derechos, sin ceder a los consejos de Bismarck, quien era un absolutista popular, al estilo de Federico el Grande, pero entre ambos había transcurrido un siglo.

Había dos temas que lo desvelaban; su fin y que el movimiento estimulado por él, acabara siendo más fuerte que el propio gobierno, al cual podría terminar derribando.

El Káiser probó y, cuando fracasó, reunió a la guardia Imperial. Entonces comprendió que todos los ministros obedecían a Bismarck. Jamás entendió cuán diferente hubiera sido su reinado, si lo hubiese conservado. Nadie quería al Canciller, pero se sometían a sus principios; el Canciller ordenó a su hijo mayor que se hiciese amigo del rey para asegurarse el poder; era un tirano en su familia y con sus empleados. Fue el individuo más odiado de Alemania, aunque no pudieron percibir cuánto le debían.

Guillermo II se mostró superficial y con ciertas falencias para reinar seriamente. Cambió el frac negro de la antigua Prusia por un calzón corto, medias de seda, zapatos con hebilla y los tricornios. Bismarck no estaba de acuerdo con los aduladores que siempre alababan a Su Majestad, pero éste no admitía que no aceptaran sus ideas.

Para sus viajes reservó doce vagones. En las ciudades importantes

se muestra con un casco de oro, muy serio y con la emperatriz a su lado sonriendo, muy al estilo alemán. A los cinco meses de subir al trono exige que les aumenten a seis millones su renta. Bismarck lo encuentra exagerado; ya existían gastos exorbitantes de su madre y de la Emperatriz y de sus hijos (se casó muy joven, por conveniencia, no por amor).

El yate costó 4 ½ millones. En sus viajes a Viena y a Roma, de modo ostentoso e innecesario llevaba como obsequios anillos de diamantes, condecoraciones de plata, alfileres de corbata, marcos para fotos de oro, relojes de oro con cadenas, petacas y condecoraciones de la orden del Águila con diamantes: el motivo era hacerse querer y ser admirado.

Viaja la mitad del año; más de treinta semanas está fuera del reino. No escucha a nadie y sólo expone sus ideas. Cuando reside en su país, a lo sumo lee los telegramas y la correspondencia, no más de dos horas diarias. Se encamina velozmente hacia la autocracia.

Un invitado en un banquete insinúa que Federico II no hubiera podido llegar a ser El Grande con un Bismarck al lado: la flecha envenenada entró en su corazón.

El Káiser protege en los comienzos a los obreros: descanso por las noches y los domingos y no al trabajo infantil. Afirma que los patrones los exprimen como a limones.  Los obreros quieren participar de los beneficios que producen y hacen huelgas, mientras crece el socialismo cada vez más organizados y audaces. Pronto hubo disturbios. El obrero, imposible de contentar, puede ser un peligro para la monarquía. Guillermo acepta que se discutan los edictos, que la ley se suavice, que el gobierno ponga fin a las deportaciones. El Canciller se irrita por esa conmiseración; el emperador se excita: “no desea manchar con sangre los primeros años de su reinado”. Bismarck le responde; “sin sangre, será difícil resolver la situación. Cuanto más tarde, mayor será la resistencia y mayor la violencia”. El rey se opone y Bismarck presenta la dimisión frente a todo el gabinete. Fue una maniobra muy hábil. En silencio quedan los ocho; todos se ponen del lado del Canciller por temor a su ira. El Káiser furioso intenta dominarse.

El Emperador se encuentra con el Zar. Nuevamente Bismarck se opone, pues traerá roces con Francia. La desconfianza de Nicolás crece junto a la amabilidad un tanto agresiva de su primo.

El Canciller encuentra oposición a sus reformas en el gabinete; sabe que esto halagará al Káiser. Arremete entonces: “Cuando un ministro no advierte el peligro a su soberano comete traición a la patria.” El Emperador firma; el canciller se niega.

Con esta proclama, es el primero que fija ante el mundo la idea de los consejos de obreros, tres décadas antes. El rey veía en esto justicia, pero su Canciller veía el peligro; los diarios advierten que su rey escucha a otros consejeros; varias ciudades en la confusión piden aumento de inmediato, apoyándose en las palabras del Reich y piden a la federación de obreros mineros la confiscación de todas las minas a su favor.

Entonces el anciano Canciller le dice: “me temo estorbar a Su Majestad en su camino”. Guillermo calla, o sea admite. Éste insinúa abandonar sus cargos en el gobierno y retirarse a su antiguo trabajo en el Ministerio de Relaciones Exteriores. El rey acepta con una inclinación de cabeza, pero

 cae en depresión; perdió sus primeras elecciones por causa de sus decretos. Los socialistas se triplican; se deberá reformar el voto, quitárselo a los socialistas, ya considerados enemigos del Estado, pero insiste “no con fuego ni granada.” Bismarck acude a su lado y le responde: “se los debe matar a balazos.” El rey afirma; “no quiero bañarme en sangre. Las reformas en el ejército deberán efectuarse por seguridad; no quiero conflictos”.

Aterrado, necesita una mano fuerte a su lado, pero el Canciller ya no soporta sus órdenes y esta vez presenta su dimisión irreversible.

El anciano se siente humillado; en una conversación para vengarse de la ingratitud y la deslealtad saca el tema del Zar, como por casualidad y le muestra lo que opina Nicolás II del Káiser: es “un loco, un joven mal educado y de mala fe.”

El Reich calla, no monta en cólera, pero se lo nota perturbado: jamás -ni antes ni más tarde- fue herido tan profundamente. Ahora desea vengarse de Bismarck y de su primo, el Zar. Su Majestad espera el envío su dimisión; “deberá estar a las 14 horas, donde su dimisión será aceptada.” Éste se niega a estar presente pues “su salud no se lo permite”. Nadie pensó en una dimisión del gabinete colectivo, lo cual hubiera sido lógico.

Luego de veintiocho años de influir sobre Prusia y en el Imperio, necesita una dimisión ante la mirada de la historia. El Káiser recibe la dimisión por escrito y sigue ejecutando música con su favorito. Solamente escribe al pie de página: “aceptada. W”.

La diplomacia comprende en el exterior –no en Berlín- lo que sucede en Europa. Guillermo triunfó, por ahora.

Pese al enojo y la humillación de saber lo que opina de él, Berlín y San Petersburgo se ponen de acuerdo: el Tratado no separa al Zar de Francia, pero la traición de la triple Alianza podría dejarlos a merced de Rusia; este país podría entonces imponer condiciones en un futuro. Los rusos estaban dispuestos a renovarlo por seis años –antes eran tres años- y luego sería considerado perpetuo. Para Alemania era la seguridad de no temer una guerra en dos frentes al mismo tiempo.

Holstein

Durante la visita de Guillermo a su tío, el príncipe de Gales, el futuro Eduardo VII y el Reich brindan por la esperanza de que “la flota inglesa junto al ejército alemán garantice la paz.”

Tres meses después, Nicolás, aislado por Alemania, firma con Francia un Tratado de alianza.

En síntesis; por hundir a Bismarck, se hundió él y al Imperio. Desde la partida de Bismarck, todas las decisiones las tomaba el Emperador. Mientras se encuentra de viaje en Gran Bretaña, Bismarck visita a los emperadores en calidad de despedida.

Durante siete años, la política Imperial fue dirigida por tres hombres: El Káiser, Holstein y Eulenburg.

Su personalidad y costumbres

El soberano dedica su tiempo a hacer gimnasia, a la música, juegos de magia, representaciones. Sus compañeros rondaban entre los treinta y cinco y los sesenta años. No podía estar solo y, si lo estaba, iba al salón de la emperatriz, pese a temer el influjo femenino de las damas de su corte, tal vez por el odio a su madre. Se casó por obligación, muy joven, y nunca se le conoció relación alguna ni antes ni después del casamiento. Ella era sensible, cariñosa, algo torpe y muy religiosa. Él era un temperamento nervioso, un histérico autócrata. Le gustaba divertirse entre hombres. Su convivencia era muy aburrida; ella no intervenía para nada en política. Él no le hacía confidencias.

El Reich estaba entregado en cuerpo y alma al ejército. Repetía en sus discursos que la única columna en el Imperio eran los militares. Les cambió los uniformes varias veces, algunos hasta les impedía moverse cómodamente.

Con el tiempo aumenta su inseguridad y la falsa estima por su superioridad. Quiere siempre destacarse, ganar, no escucha consejos.

El Emperador desea emprender la ofensiva contra Francia y debilitar el Este, dividiendo en dos su ejército. Holstein amenaza con su dimisión para disuadirlo de esa idea poco factibleVeinte años más tarde, el plan del Káiser facilitó al ejército francés en la victoria de Marne, durante la Primera Guerra Mundial.

Deseaba declarar la guerra a Gran Bretaña, que se hallaba en guerra en otras zonas; sin barcos ni preparación alguna, desiste y propone otro plan: aliarse a Rusia y avanzar sobre India y Egipto. Cuando le hacen una objeción en su contra afirma que “sólo conoce dos partidos; los que están con él y los que están contra él”.

Tenía treinta años; su divisa es y será el absolutismo. Su interés en contentar a los obreros había mermado. No los podía contentar; para él eran una banda de rojos, indignos de ser alemanes.

En 1894, puso fin al Tratado comercial con Rusia y, en 1889, atacó el canal del Rin.  Alemania no resiste sus intervenciones ni sus locuras. No acepta un gobierno con forma constitucional. Si continúa en esa línea, será el fin de la monarquía. Su porvenir, seis años después de tomar el poder, era un misterio y un peligro. En1892, el lazo con Rusia se rompió; un año después el Tratado ruso- alemán. El anciano ex Canciller escribe en los diarios los planes de Rusia en los Balcanes. Sobre Austria comentó que “no es misión de Alemania ayudar a los planes de Austria en los Balcanes”. Guillermo opinaba que Rusia deseaba ocupar Bulgaria y solicitaba la neutralidad. “Yo juré ser fiel a Francisco José, no puede abandonarlo respondía al Zar.

Su amistad con Austria y los Habsburgo era por compartir la misma lengua, raíces y tradiciones históricas, aunque Austria será en el futuro la ruina de Alemania. Se sentía ligado con el anciano Emperador austrohúngaro y con el Sultán del Imperio Otomano: el conflicto era entre Viena y Petersburgo. Su alianza con los tres hubiera sido una ilusión que no se cumplió.

Mientras Napoleón III reinó en Francia, convivieron sin lastimarse la monarquía y los republicanos.

Con Inglaterra tenía una relación de amor-odio; pretendió minimizar el Imperio Británico que sentía como la patria de su madre. Era una difícil relación entre el país que admiraba y despreciaba al mismo tiempo.

Construir una flota que igualara la inglesa fue lo que lo llevó a La Primera Guerra, junto al conflicto en los Balcanes, donde Austria pretendió imponerse a toda costa. Nicolás defendió a los serbios, raza eslava con la cual se sentía ligado por tratados y acuerdos. A Inglaterra no le interesaba, pero sí el alarde de la flota alemana que anhelaba ser más potente que la inglesa. Hacer alarde a Guillermo no le dio ninguna ventaja. Inglaterra optaría siempre por Alemania contra Rusia, en cualquier situación de peligro.

El futuro Eduardo VII era lo opuesto al Káiser: directo, franco, claro. Guillermo necesitaba brillar y ser admirado constantemente. Era un ser nervioso, con períodos de depresión y muy vanidoso. Era inteligente, aunque, más pasaban los años, más desatinos hacía   más todos en la corte lo aplaudían.

Su madre, Victoria y su hermano, Eduardo, se escribían cada semana. Era un lazo muy fuerte. ¿Sentía celos el hijo no querido por ese hermano adorado por su madre?

Eduardo no quería a su sobrino, pero tampoco lo humillaba por su posición jerárquica.  No olvidaba que pronto sería él rey de Inglaterra y Emperador de India. Siempre antepuso la razón, la prudencia y la diplomacia. No obstante, pese a la inquina que se tenían, fue el Káiser a Londres, donde la reina y abuela lo halagó con gran esplendor. Eduardo fue ascendido a Almirante y sentía disgusto que su sobrino lo fuera a los veinte años.  A Eduardo le irritaban sus bromas infantiles.

 En 1893, Francia, en el Este asiático, estuvo a punto de provocar una guerra.  El país, apoyado por Rusia, deseaba extenderse hacia la India.  La flota inglesa era más débil que la rusa y francesa juntas; la de Alemania era aún pequeña; no sería de gran ayuda y el ejército no podría defenderse en dos frentes al mismo tiempo. Por obtener prestigio, debe jugar un papel importante pese a sentirse dejado de lado. Cayó en otra depresión pues se sentía inseguro y con miedo. Rechaza la Constitución.   Bismarck intentó durante diez años separar Rusia y Austria de los Balcanes. La doble alianza pasó a ser la triple alianza. Inglaterra no se decidía.

Holstein no estimaba al Reich y éste quería a Eulenburg a quien le

dejaba opinar sobre sus actos sin enojarse. La relación entre el Canciller y el favorito se puso difícil y Hohenlohe, que no odiaba ni amaba, desconfiaba de los tres. El Káiser descubrirá la traición de Holstein una década más tarde.

Dos neurasténicos decidían el rumbo de la política internacional en el Imperio Alemán.

 

Transvásala

 

Un médico inglés -con el consentimiento de Johannesburgo más Cecil R. preparó una invasión a la República: protesta contra Inglaterra. El Reich no quería la guerra, pero deseaba el triunfo. Marshall sostiene que se debe pensar en la opinión de los pueblos. El Káiser firma y se manda el telegrama. En Londres están furiosos con los alemanes y se vengan con los que vivían en Inglaterra; los apalearon, los despedían de las oficinas. La respuesta fue el traslado de la nueva escuadra del Mediterráneo al mar del Norte. Inglaterra no lo olvidó jamás y lo tendría siempre presente. El Emperador recibió críticas y sátiras de la sociedad inglesa. El príncipe de Gales estaba consternado. Semanas después, llega la negativa del acuerdo Mediterráneo con Austria e Italia; como consecuencia, Viena y Roma se indignan con Alemania.

Tipita comprende la necesidad de una marina de guerra alemana.

Bismarck había aplastado al pueblo: lo odiaba, le temía. Ahora, la soberbia del Káiser los inflaba de orgullo. El horizonte se volvía sombrío. Deseaba una reconciliación con Bismarck, aunque le aterrorizaba su regreso.

A los tres años de su ausencia, Bismarck llega a Viena ovacionado por sus admiradores. Se reconcilia con el Káiser quien desconfía; lo recibió medio Berlín; el hilo que unía Rusia con Alemania estaba roto.

Homenajes al anciano en todos los Estados; lo reciben con júbilo en Hamburgo; fue un período de homenajes que jamás conoció. Peregrinaciones llegaban a su residencia. “Antes el pueblo me quería tirar piedras porque apoyaba la monarquía: ahora me aclama el pueblo y la democracia (ironías del destino)”.  A los setenta y siete años, Alemania lo aplaude de pie. Guillermo pierde la partida.

Bismarck sufre una pulmonía. EL Reich le ofrece uno de sus castillos en Alemania Meridional, pero él no acepta moverse de su residencia. Cuando se recupera, Guillermo lo invita a su cumpleaños y le manda una botella de un vino añejo. Quedan en encontrarse y lo recibe con honores. El anciano llega con su hijo. Almuerzan juntos con la emperatriz. La visita duró ocho horas: el distanciamiento había durado ocho años.

El Káiser lo visita en febrero, cuando cumple ochenta años y le regala un sable de oro en agradecimiento de sus logros y éxitos por su país.

Al anciano   le preocupan los tiempos nuevos; se ha construido un nuevo trasatlántico e intuye el peligro que corre su país, conduciendo su obra a la ruina. En 1890 hizo firmar un Tratado donde, si un imperio era atacado, el otro se mantendría neutral.  Sin embargo, el acuerdo no fue renovado. El zar se acercó peligrosamente a Francia.

Nuevo distanciamiento para la conmemoración del centenario de su abuelo, el Emperador Guillermo I, al cual no es invitado. Al Káiser le atrae este anciano dominante que no puede vencer. Es un patriarca por su edad, pero su figura crece hasta ser una leyenda.

 En 1897, se lanza un nuevo acorazado. El emperador lo visita en su casa una vez más; será el último encuentro. Bismarck intenta hablar de política, pero el rey desvía el tema y termina la conversación con uno de sus chistes.  De nuevo intenta hablar sobre Alemania y Francia y nuevamente hace otra broma sin prestar atención, lo cual era una falta de respeto hacia el dueño de casa. Entonces le advierte y suena como una premonición: “mientras tenga Vuestra Majestad un cuerpo de oficiales como éste, podrá permitirse todo. Pero si llega a no ser así, sería también muy distinto”. Guillermo se hizo como si no oyese la advertencia.

No florecía su Imperio; no era feliz su pueblo. Aumentaba su poder naval. Europa teme al mayor ejército del mundo alemán.

Bülow, el nuevo Canciller

Reunía las cualidades de Holstein y de Eulenburg juntos; hábil en política, humano, aunque libre del sentimentalismo y del rencor maligno de Holstein. Buscaba obtener ventaja y ganarse la voluntad del Su Majestad; sabía adularlo con las palabras adecuadas, según su humor inestable. Fue un servidor amistoso; se expresaba bien, hablaba cinco idiomas y necesitaba tener influjo sobre un monarca voluble y sediento de adulaciones. Guillermo era un autócrata con un miedo inmenso que ocultaba tras una fachada de soberbia.

Viena y Berlín están en ese entonces en una relación tirante. Tiene un encuentro con el Zar a bordo de su navío. Bülow logró durante siete años mantener entre ambos una relación pacífica; puso fin a los telegramas y cartas violentas de Guillermo.

Tres veces intentaron los ingleses llegar a una alianza con el Káiser; tres veces tuvo el Emperador la decisión en sus manos, pues Bülow dirigía los negocios exteriores como antes lo hizo Holstein.  El sueño de Bülow era lograr unir Gran Bretaña con Alemania y también a Norte América porque -de ese modo- ningún grupo político mundial podría ganarles en poderío. Inglaterra entraría en la triple alianza; por presiones en el exterior necesitaba de Alemania para evitar la guerra.

En 1898 el Canciller señaló: “Cuando Inglaterra esté asegurada contra un ataque francés por una alianza con Alemania, y ésta, por una alianza con Gran Bretaña, consideraré la paz europea asegurada durante el tiempo que dure el pacto: sería un alivio y una tranquilidad”: con un año más en el poder, Bülow lo habría logrado, pero Guillermo no lo aceptó, porque Holstein estaba en contra de “los que quieren separarnos de Rusia”.

El Emperador gozaba haciéndolo esperar a Inglaterra y haciendo alarde de su flota. Bülow estaba convencido de que actuaba de buena fe y que “nuestro comercio estaría asegurado”. Guillermo no lo creía. Aliado a otra potencia, podría ser un peligro para las islas británicas. Alemania poseía un ejército ejemplar y una gigantesca escuadra.  La segunda vez, la petición la rechazó Bülow y la tercera se excusaron, “temiendo alarmar a Rusia”.  El Káiser le pidió ciertos beneficios al Zar Nicolás por su negativa a aliarse, “pues se trata de la paz de mi patria y del mundo”.  Nicolás respondió que Inglaterra le había hecho la misma proposición con el fin de distanciar la amistad de Gran Bretaña con Alemania.

 Victoria de Inglaterra no aceptó la visita de su nieto el día de sus ochenta años. Furioso le contesta a su abuela: “nos han tratado como a Portugal, a Chile o a la Patagonia por el conflicto de una isla ridícula (Samoa), que posee para Inglaterra el valor de una horquilla, comparada con sus posesiones”. La respuesta de la Reina Victoria fue de una admirable diplomacia. Se verían en tal lugar, pues “el día de su festejo no podrá recibirle”. El Káiser quedó igual satisfecho, porque hacía cuatro años que no viajaba a ese país y deseaba volver; partió con la Emperatriz y su Canciller.

Los Bóer -1899-

Amenazada por la guerra contra los Bóer, Inglaterra buscaba un aliado y optó por Alemania, que deseaba un acuerdo público. Sería una Triple Alianza teutónica con dos ramas anglosajonas. Holstein, desde Alemania, desconfía. Tampoco cree en un compromiso entre Francia y Rusia. Bülow creían en la oferta de amistad inglesa, pues Inglaterra luchaba en ese momento con Egipto, (Transvásala) y China. Necesita de la fuerza alemana.

Feliz de rechazar aliarse con Londres, Guillermo azuza a Rusia contra Inglaterra.  Está convencido que sólo Rusia podía vencer el poderío inglés.  Si no, habría llegado el momento de exigir a los ingleses el fin de la guerra en el exterior y ejercer presión en el continente, a riesgo de una Guerra Mundial, pero, como era su costumbre, en el último momento se echó atrás, con el pretexto que “debía consultar a Londres”.  Necesitaba a Inglaterra fuerte “indispensable para la paz de Europa”.

 

Muere la Reina Victoria en 1901, lo cual llevó a la reconciliación de la opinión inglesa con el Emperador, que llegó justo a tiempo para encontrarla con vida, no se apartó de su lado, tomó parte del entierro y estuvo en la coronación de Eduardo VII. La charla entre tío y sobrino fue amical, incluso pensaron en un acuerdo. Eduardo sabía que ambos juntos podrían ejercer como una policía mundial para la paz en Europa; incluso Eduardo aceptó que Alemania obtuviera colonias para extender su comercio. Pero los cambios abruptos del Káiser ponían un límite.  Chamberlain, el ministro inglés, se desanima y no quiere saber nada con Berlín. Hubo críticas contra la crueldad del ejército inglés en Transvásala; Inglaterra critica a su vez a Alemania por su conducta en la guerra de 1870; se rompen las negociaciones; tres meses más tarde; en 1902, intentan llegar a un acuerdo. El Káiser intenta aliarse con todos, siempre empecinado en su superioridad que todos los países conocían.

Bülow entra en escena. “Nuestros enemigos temen nuestro ataque y no saben que nosotros les tememos a ellos”.

El Emperador debilitó el ejército del Este por el del OesteAlemania nunca pensó en un conflicto con Rusia.  Mostró siempre desprecio hacia la raza amarilla, pese a recibir con honores a China, como aliado, lo cual resiente su amistad con Japón.  Prometió a Nicolás cubrir la retaguardia en Asia, sin consultar con el Ministerio alemán. El Zar y su primo tuvieron varios encuentros.

Cuando en 1904, Rusia estaba en Guerra contra Japón, el Káiser permaneció neutral.  Envió carbón a Rusia y Japón se enfureció. Si perdía Rusia, quedaría debilitada y debería aliarse entonces a Alemania, pensaba Holstein: dos imperios se unirían para someter a un tercero.

Nicolás y Guillermo firmaron una alianza defensiva para conservar la paz de Europa. En caso de un ataque, el aliado debía socorrer al otro.  La guerra ruso-japonesa estaba en su última faz.  Rusia fue derrotada en un combate naval en 1905. Francia no quería batirse por países Imperiales.

Nicolás habló mal de Eduardo VII y lo trata de “falso, traidor y peligroso intrigante del mundo”. El Káiser le prometió no contraer obligaciones contra Rusia. Nicolás se encuentra escéptico y deprimido. Francia vigila con desconfianza a Rusia. El Tratado que el Káiser hizo firmar al Zar les costó a ambos el trono.

En 1898, Nicolás llamó al pueblo para la primera conferencia de desarme. Guillermo tiembla y recibe la idea de la paz con una risa artificial; nadie cree en sus sinceros esfuerzos pacíficos, salvo los EE.UU.  Alemania está en oposición con casi todas las naciones; ya se puede percibir el grupo de los pueblos en la futura Primera Guerra. Alemania quedará aislada, pero Su Majestad afirma; “nadie puede movilizarse tan velozmente como nosotros”, siempre con su eterna petulancia continúa: “yo confío en mi espada y al diablo los acuerdos”.

No se puede tomar ninguna decisión sin su permiso. Con los años, la excitación crecía. Alemania era un pueblo grande y pacífico con un rey débil, voluble y presuntuoso. Guillermo se comparaba con Atila y los alemanes se indignaban que de ser comparados con los hunos.

Al aumentar su arsenal naval, creaba nuevas tensiones; la competencia en armamentos era su obsesión. Deseaba asociar las flotas de Luxemburgo, Holanda y Bélgica con Alemania y además incluir el Imperio Austrohúngaro. No le interesaba un almirante de temple: a los hombres la elegía acorde a sus deseos. Tipita sentía pasión por las armas. Tenía un defecto: no mentía, tampoco lo adulaba. Quería sólo una flota para medirse con los ingleses; su proyecto era absurdo; la más poderosa potencia naval inglesa no podía jamás conceder una fuerte flota naval a Alemania, el más poderoso ejército por tierra, sin exponerse a un serio peligro.

Tipita pidió siete barcos de línea (en secreto   planeaba construir treinta y ocho), y le fue difícil silenciar al Káiser de sus jactancias.   Ambos compartían las ideas políticas agresivas.  Hubiera sido mejor guardar el secreto para que Gran Bretaña no lo supiera, aunque el Emperador opinaba que la escuadra lo dejaba exhibirse ante el Eduardo VII. Cuando el rey inglés lo visitó en Alemania, Guillermo le sirvió una comida para ciento ochenta personas en el yate imperial, donde hizo colocar cascadas de agua y flores a granel. Presentó al rey toda la escuadra naval en una vana demostración frente a su tío. El rey olvidó las flores, el té y las cascadas, pero no la escuadra moderna de aquellos barcos y regresó intranquilo y preocupado a Inglaterra. Dos meses más tarde, por primera vez envió Eduardo una escuadra al Mar del Norte. Guillermo ordenó a su flota colocarse al lado de la flota inglesa y emborrachar a los capitanes para conocer sus planes.

En 1905, Eduardo VII viajó de paso por Alemania y no lo visita. La respuesta del embajador es que “está disgustado con su sobrino por hablar mal de él en toda Europa”.  Pero nadie le creía ya al Káiser; ajeno al peligro, estaba feliz porque obtuvo el permiso del Congreso para construir seis acorazados más.

Entre 1890 – 1906, manifestó a Eduardo su desinterés por Marruecos y hasta última hora se opuso a desembarcar en Tánger. Deseando reconciliarse con Francia, dejó que París extendiera su dominio en África: no le interesaba Marruecos. Entre 1904-1905 pasó   un período depresivo que siempre precedía a una extraordinaria excitación.

Un año antes le extirparon un pólipo en la garganta; la duda de haber heredado el cáncer paterno y una cierta melancolía no favoreció su estado nervioso.

En 1904 prohibió el envío de un buque de guerra a Marruecos; un año más tarde desembarcó en Tánger para no ser considerado por Francia como un ser débil, una contradicción que sorprende. El temor a un temporal y a los anarquistas españoles lo hacen sentir mal; quiere regresar, echarse atrás. París admite haber sido humillada por los alemanes. Inglaterra se unió a Francia.

Las rivalidades navales fue un punto culminante en la política. En Inglaterra descubren los futuros planes de construcción.  La amenaza alemana despertó la defensa inglesa: era tarde para dar marcha atrás.  En 1908 recomendó submarinos y defensa en la costa. La visita de los reyes británicos se postergó. Existía el peligro de la guerra en tres frentes.  Si Alemania no aceptaba deponer las construcciones navales, el peligro de una guerra era mayor. El Káiser decidió no atacar; apareció brillantemente ataviado frente a su tío. Tipita apoyaba la guerra y se llenaba de júbilo cada vez que lanzaban un buque alemán; los pequeños burgueses no permitían que Inglaterra les ordenase el número de barcos a construir. La escuadra prevé unas cuarenta unidades desde 1918 a 1920; confirmado por el Reich: y escribe: “no tenemos intención de construir más; luego de 1920, hablaremos de nuevo.”

Inglaterra presentía que había nuevos planes ocultos y consideraba una necesidad vital conservar su superioridad naval. El Emperador afirmó: “deberán habituarse a nuestra escuadra, aunque no es contra ellos”. Los ministros ingleses buscaban disminuir ambas flotas. Guillermo, furioso, escribe al margen: “amenaza escondida; no dejarse imponer nada. Una alianza con Gran Bretaña al precio de disminuir la escuadra no es mi deseo. El embajador debió rechazar de inmediato esta propuesta”. 

Bülow transmite en la forma más moderada lo escrito por el Reich. Eduardo intenta tratar el tema naval con su sobrino porque considera que “limitar la construcción de sus naves es un gesto de amistad.”

Llegó para Bülow el momento de renunciar.  En 1901 el Káiser es herido en un atentado por un joven que le provocó un rasguño solamente, pero lo llevó a una depresión nerviosa por su temor a una revolución.

Los socialistas perdieron las elecciones, pero en las próximas ganaron más del doble de votos: ciento diez diputados, el partido más numeroso.

En 1908 hubo desórdenes en la capital. El emperador daba órdenes terminantes sin salir del palacio, rodeado de la armada. Si había sangre, la vería desde el palacio. A los príncipes federales los consideraba como una amplia guardia personal que debían obedecerle; sin embargo, era una fronda no menos fuerte que el socialismo. Los príncipes alemanes confederados no se sentían vasallos de nadie; el más anciano percibió los peligros del despotismo con tendencias liberales.  En una ocasión incluso, se aliaron y el rey perdió el pleito.

Su carácter nervioso recrudeció en la mitad de su vida. Los médicos, luego de ser destronado en 1919, lo declararon mentalmente enfermo, con el fin de disminuir su culpa en la guerra, por negligencia y torpeza. Los caracteres complicados -aunque inteligentes- nunca son normales; siempre están al límite de ser irresponsables. Era neurótico, resultado de la herencia y del medio ambiente; comprendía rápido, era talentoso y hábil. A los treinta seguía sufriendo trastornos en el oído y se preguntaban si podía evolucionar en trastornos mentales. A los treinta y siete, nuevos padecimientos del oído lo deprimen y le fallan los nervios en varias oportunidades. A los cuarenta y cuatro, necesita ir a un balneario con un régimen severo; los cambios de su estado de ánimo preocupan mucho en la corte.

La guerra no lo trastorna pues no se entera de nada y todo se le oculta. Luego del exilio vive hasta los setenta fuerte y sano.  De sus abuelos no hereda nada; de su padre, la afición a la farsa y a ser vano, y de su madre, la terquedad, todo esto envuelto en la inseguridad, su defecto mayor. Era agudo, bueno orador, explosivo y prepotente. Ostentoso en sus regalos, concede títulos y condecoraciones. Combate el duelo y logra disminuirlo. En 1907 suaviza la pena de lesa Majestad. Sus cualidades pudieron hacer de él un príncipe excelente, si no fuera por sus caprichos, resentimientos, miedos y contradicciones.

 A los treinta da inesperados cambios en todas direcciones: desea ser popular; le gusta brillar y ser halagado. Derrocha el dinero a manos llenas, sin preocuparse. No soporta que lo miren a los ojos; tenía un tono nasal, desagradable; se hizo pintar en París con un manto de púrpura y el bastón de Mariscal y en una iglesia luterana imponiendo su imagen, en vez de la de Lutero.

Desde 1900 lleva las insignias de Mariscal; se siente el General en Jefe y se entremete en las maniobras.

Puede ser grosero con sus invitados y confidentes. A un anciano comandante le tira de la oreja y de un fuerte golpe en la espalda. La llama “burros viejos”.  Es igual con las damas de alta alcurnia, a quienes llama por señas para conducirlas frente a él. Al mayordomo de la corte y Senador lo llama “gran cerdo”. Le gusta ser el César en la familia y con su mujer se muestra frío en público. El preceptor no puede tener una conversación seria sobre la educación de los príncipes. Jamás se le encontró una querida, quizá, por ocultar su debilidad física y su deseo de simular virilidad, lo cual lo salvó de toda relación erótica; sus estados de ánimo oscilan: es un temperamento nervioso que se manifiesta en su profundo desequilibrio.

Amigo de los adornos: joyas, pulseras, anillos y toda clase de condecoraciones.  Su único amigo, pese a tener una familia, era homosexual.  La atracción hacia su amigo en la juventud era visible, aunque Guillermo huyó de su debilidad, buscando actitudes militares que lo hacían parecer todo un hombre.

Si no lo ocupa algo nuevo, cae en la apatía. Cuando Bismarck afirman que fue el fundador del Imperio, él anota: “lo fue mi abuelo.” No soporta los éxitos de los demás.

Cree en el absolutismo como una gracia de Dios; era un severo luterano, un protestante practicante.

Su carácter voluble tuvo consecuencias. Según su estado de ánimo, traicionaba a uno o a otro. Viajes y discursos eran su pasatiempo favorito. Viajaba para huir de sí mismo; era alguien que no amaba el silencio. Le encantaban los desfiles, ceremonias en las ciudades, despedidas en el andén

Hablaba en público; era su modo de calmar sus nervios. Saber que su palabra podía preocupar al mundo entero le causaba sumo placer. En 1894 viajó ciento noventa y nueve días; en diez y siete años, dio un discurso cada once días. Su distracción preferida era el ejército, los uniformes - los cambió treinta veces en quince años y hasta la manera de llevar el fusil pues les hace llevar unos cordones inútiles que les estorbaban para manejar las armas; los uniformes eran más brillantes, en lugar de ser cómodos para una campaña. El ejército debía someterse a sus caprichos y, detrás de toda esta superficialidad vana, la nube de la tormenta se cernía.

A veces se cambiaba doce veces de traje por día; uniforme de almirante, uniforme de cazador, uniforme militar, traje de paseo, traje de tenis, traje de marino, traje de levita negra, atavío de ceremonia, según la escena que debía representar.

Le atraen las mascaradas, el espectáculo, las pelucas, las fiestas y el manto de púrpura. Le gusta representar roles; no soportaba la realidad, más bien huía de ella. Amaba los autos y el avión veloz.

Era perezoso en su función como Emperador. Trabajaba no más de dos horas por día sólo leyendo los telegramas y escribiendo al margen de los informes unas líneas breves. Resuelve rápido situaciones que deberían ser estudiadas con tranquilidad y oye asuntos políticos, mientras juega al tenis o en los descansos. Si gana, es más paciente en escuchar.

En 1901 ve a Bülow y otros dos ministros. Engaña a los más cercanos, quienes se admiran de sus conocimientos superficiales.

Exigía tanta disciplina en sus caballos como en sus servidores. En ocasiones se da cuenta que lo alaban en beneficio propio. Entonces se tornaba sombrío e impenetrable. Empieza, pero no termina nada y, entre la maraña de enredos, la solución parece imposible; sus consejeros y los príncipes confederados temen por el futuro. Es un autócrata de solitaria misantropía. Conducirá al Imperio a la ruina.

En 1904, tiene cuarenta y cuatro años, se prepara una revolución contra el Emperador, que no supo diferenciar entre los aplausos gratificantes de las masas -que utilizaba a sus alumnos para aplaudirlo- y el verdadero amor del pueblo. La emperatriz madre se estremece y dice; “tiemblo ante la posibilidad de una catástrofe”. Bismarck ya era un anciano de ochenta años para contener una revolución; además, era monárquico.

Cuatro hombres le advirtieron, pero era imprevisible la reacción del emperador. “Muchos lo tienen por incapaz y les gustaría alejarlo; prevengan al Emperador” susurró el cardenal Hohenlohe, antes de morir.

El Káiser quedó pensativo.  Otro día le advierten que la lucha entre Su Majestad y el pueblo es preocupante. El absolutismo se nota en los discursos y telegramas. Alemania no puede vivir sin un Parlamento. El soberano quiere un Parlamento, pero modificado. “Las potencias europeas esperan caer sobre nosotros”, se defiende. Ha dado un paso contra la constitución.

La mayoría está del lado opuesto, pero él cree hacer todo lo posible para su pueblo.  Reflexiona con su favorito, pero al día siguiente cambia de idea pues “no cree en las profecías”.

Multe le advierte que “jugar a la guerra puede llevar a la caída del ejército: Vuestra Majestad da órdenes al general en Jefe, lo cual no le otorga prestigio pues “Vuestra Majestad no conducirá ningún cuerpo bélico”. La respuesta es; “yo enseño a los generales como deben hacerlo” y frenó la conversación abruptamente.

Ocho meses después, en las maniobras, Guillermo se limita a observarlo con una mirada objetiva: el ejército no lo podía creer. Multe tenía un carácter enérgico y pudo lograr imponerse por tres años. No era su amigo ni nunca lo pretendió.

Guillermo tenía sólo aduladores a su lado: príncipes, condes y duques también lo adulaban con superlativos como “Altísimo, Serenísimo” y a Su Majestad no le disgustaba.

El emperador no leía los diarios; se limitaba a leer la correspondencia de los Príncipes confederados o los informes de los embajadores, a quienes se les enviaban copias con las notas en los márgenes.  Nadie osaba escribirle la menor crítica: todo era

” jactancias, admiración, reverencias interminables.

 

Desconfianza entre los tres 

 

Eulenburg fue el único amigo verdadero: Holstein y Bülow intentaban liberarse de sus cadenas.

El primero quería resolver los conflictos de Europa. Cuando Guillermo desembarcó en Tánger, se sintió dueño de Europa. No quería la guerra porque hubiese interrumpido su carrera,

Bülow deseaba contener los peligros el mayor tiempo posible. Su mayor error fue Marruecos; tenía poder y necesitaba alejar a sus rivales par ser dueño del gobierno.

Rusia peleaba en el Este contra Japón; Nicolás perdió la guerra y ¾ de su flota. Los dos primos se encontraron y el Zar firmó un Tratado oculto, donde prometía la ayuda a Alemania, poniéndose de su lado en contra de Francia. Cuando Bülow lo supo, presentó su renuncia, pero el soberano le pidió que no lo abandonara. El tratado fue publicado y Londres supo de la intriga que tramaban los dos imperios en el continente y, desde ese momento, tomó la decisión de estar del lado opuesto en una guerra contra Alemania. Bülow trabajó noche y día para alejar la idea del peligro.

 

Eulenburg,

el poeta y músico lacrimoso cortesano de toda la vida, que sentía un amor profundo y quizá malsano por su Emperador, fue expulsado   y su caída lo alejó para siempre, por un problema turbio que salió a la luz “sobre afeminados que pululaban en la corte”. Arden lo publicó en su periódico; empezó una campaña con alusiones solamente para iniciados de los motes íntimos de Eulenburg   y de Multe y sus “amigos en privado”. Podían ser castigados por una ley por perversión.

Al principio, Guillermo no se quiso hacer cargo y envió los nombres involucrados a la policía, sin abrir el paquete. Su hijo mayor él le llevó un artículo con más de cien nombres de aristócratas distinguidos.  Al Káiser le atraían los hombres afeminados; nunca se le conoció una relación; luchó medio siglo ocultando esa debilidad, pese a suponer que no tuvo   ningún contacto físico con hombres.  Pide la historia secreta a su Ministro del Interior y le dice: “acabo de enterarme de que hay invertidos en La Corte: para mí dejaron de existir”.

Se necesita dar un ejemplo moral al mundo públicamente. Desaparecen las personas citadas por el diario y fueron llamados antes un Tribunal tres condes, un jefe de coraceros de la Guardia, los hijos de un príncipe, el príncipe de Prusia -a quien se le priva del grado militar-, Multe y el Maestro del Ceremonial.

Eulenburg fue expulsado de la corte y confinado en su castillo. Éste se quejaba de lo mucho que su posición en La Corte lo había alejado de su arte; sin embargo, los dos amigos se encontraron en Noruega, en 1903, lo recibió en su castillo y en 1907 se encontraron en Ginebra.

Él afirmaba que los últimos diez años de constante trabajo lo agotaron y que debía descansar. El Canciller firma la orden de su detención y es llevado para defenderse de sus relaciones con pescadores o jóvenes soldados con quien había tenido trato carnal.  Un desmayo nervioso lo salvó pues el proceso se aplazó por fecha indeterminada; regresa a su castillo donde vive doce años más. Es indudable que   cooperó para mantener la paz. En septiembre de 1908 terminaron los procesos.  Eulenburg tuvo la satisfacción de ver caer a Holstein y la tristeza de ver caer a su Emperador, tal como lo había anticipado.  Los cuatro: el Emperador, Eulenburg, Holstein y Bülow   tenían desde hacía diez años el poder en sus manos. Sólo quedaban en la lucha Bülow y Tipita. De los tres, quedó Bülow como el vencedor.

Europa se enteró de la clase de consejeros afeminados, espiritualistas, visionarios, charlatanes y sumamente peligroso para el influjo sobre el Reich. El país estaba asombrado, aunque no desaparecen los afeminados y homosexuales de La Corte Imperial.

Durante las tres décadas anteriores a La Primera Guerra, el miedo y la amenaza de las grandes potencias intentaban evitar el choque de forma pacífica, aunque su rivalidad los incitaba a enfrentarse. 

Entre sombras terminó el siglo.

Guillermo aconsejó al Zar –por intermedio de su embajador en Rusia- que entrara en la guerra contra Japón, pues Alemania protegería su frontera; 

 

Le sugirió a Nicolás a atacar por la espalda a Gran Bretaña y hasta prometió su ayuda, al mismo tiempo que rechazaba por tercera vez la alianza con Inglaterra (aún reinaba Victoria) en la guerra contra los Bóer. Sin embargo, mostró, en el encuentro en Alsacia, sentimientos amistosos hacia ese país; les escribe una carta demostrando que el aumento de la escuadra es para defenderse de posibles conflictos en el Pacífico. Japón estaba en una situación peligrosa; sólo las potencias con una escuadra importante lograban que los escuchen. Corría el año 1908. Con una mentira se atribuye la salvación de ese país durante la gran crisis, cuando había propuesto a Rusia un ataque a Francia, aunque luego se retracta antes el temor de las consecuencias y transforma en un conjunto de aforismos un plan de campaña del cual espera el juicio de la historia.

Toda Europa se levanta contra Guillermo II y el pueblo se levanta contra su Emperador. (Maternice es embajador alemán en Londres). Bülow presentó su dimisión con la de los secretarios del Estado, pero el Káiser logró conservarlo por miedo y se fue de Berlín a cazar. 

Cayó en una nueva depresión; por la mañana paseaba, almorzaba a las 9 y permanecía de sobremesa hasta las 11.30; luego salía de nuevo a cazar. Regresaba a las 5 P.m. tomaba el té, se acostaba hasta las 8.30 P.m. reaparecía para la comida y la sobremesa duraba hasta la medianoche. Bülow intenta hablarle, pero no admite ni se propone enmendarse, aunque acepta proteger la política nacional y aprueba las manifestaciones de su Canciller. Los alemanes respiraron. Todo estaba en orden y firmado. El discurso del Canciller fue aprobado. El Consejo tiene un proyecto que llega hasta la abdicación, pero su heredero no se animó a firmarlo; no tuvo la energía necesaria y su falta de decisión no fue útil al Imperio; el Emperador hubiera pasado por un mártir que renunciaba por voluntad propia representando su mejor papel frente a la historia: los ingleses le aconsejan que renuncie ante sesenta millones de súbditos.

En diciembre llega de la colonia del Sudoeste de África la noticia del encuentro de campos de diamantes de 40 Km. de largo por 2 Km. de ancho.

Bülow lo abandona y él lo llama traidor. Su caída fue la peor de las catástrofes: hizo la guerra inevitable; El haber conducido el país durante tanto tiempo al límite del precipicio y haberlo salvado era una obra digna de agradecer.  Bülow le escribe a su sucesor; “He rogado a Su Majestad que no deje a los ingleses escuchar nada que no puedan oír los renos, franceses, japoneses y americanos.  Gran parte de mi trabajo fue arreglar las consecuencias de las torpezas e indiscreciones. Pasaron doce años. Fue admirable su actividad y su habilidad que Guillermo no supo aprovechar.

Tiene 50 años, canos los cabellos. La corte estaba solitaria, muchos desterrados, los consejeros habían abdicado. La mayor parte de los príncipes confederados eran una resistencia pasiva y no venían a Berlín. Todo se convirtió en monotonía; la caza, los desfiles e incluso los viajes; pese a todo, seguía viviendo lejos de la realidad. Las dos luchas de su gobierno las perdió porque el pueblo estaba descontento y se mantenía hostil; los obreros se quejaban; una masa roja, inquieta también, se agitaba. El socialismo aumentó a 4 millones, creciendo de un 9% a un 35% en el último censo. Pedían un Parlamente y hasta una República y reconciliarse con Francia y con Europa; los azules querían “la gran Alemania”. Los burgueses lo apoyaban porque se enriquecieron y deseaban seguir haciéndolo. La aristocracia tenía razón al enemistarse con Guillermo. Cuánto más crecía la armada, más miedo sentían por causa también de la agresividad de sus discursos provocadores.  El Káiser sentía que actuaba correctamente. Nunca pudo hacer una autocrítica de sus acciones; era terco y pensaba que el mundo le era hostil por celos. Se sentía el príncipe de la paz: los otros países eran los enemigos que deseaban destruir su reino y lo hacían sentir un mártir.  La realidad era diferente: su inestabilidad lo inducía a pelear con unos y con otros. Todo lo quería hacer a su modo y a él le correspondió la responsabilidad de la última década de aislamiento antes de la guerra. Inglaterra no se hubiera unido jamás a los enemigos, sin sus continuas provocaciones. El Imperio fue víctima de su Emperador. Cortaba lazos que luego intentaba componer; los halagaba y luego los ofendía; su dicotomía era obrar entre la acción y el temor.

Después de veinte años de fiestas, se encontraba solo. Ese año, Eduardo y Nicolás celebraron un nuevo convenio; en el otoño, el pueblo se levantó contra el Zar; el Káiser sintió temor, lo cual lo llevó entre 1908- 1914 a ser más prudente que sus mismos consejeros. La situación se convertía en trágica. Eduardo VII, coronado luego de la muerte de su madre, Victoria de Inglaterra, aplazó una visita a Alemania. Era tarde; diez y ocho años antes, se negó tres veces a renovar el Tratado con Gran Bretaña, tan necesario para la paz en Europa.

San Petersburgo prometía ser neutral en un enfrentamiento.

Alemania intervino en las cuestiones del Báltico, aunque siempre se había mantenido a un lado. El sultán dio permiso a Austria de construir el FCC con tal de no dar salida al mar a los serbios ni a sus aliados.

Para Austria era un punto decisivo. Con la revolución de Turquía, se anexó Bosnia, asegurándose la conformidad de Rusia, no de Alemania. El Káiser se puso furioso: Austria fue acusada de falsa y a los Habsburgo de perjudicarlo con su actitud.

Gran triunfo del Eduardo. En 1899 el Emperador alemán también traicionó a Bosnia. En 1908-1909, antes del apoyo de Alemania a Austria, Serbia se asustó. El Zar calculó que la lucha era inevitable. Alemania se había mostrado en Europa como encubridora de los proyectos de esa dinastía, pese a tomarlo de sorpresa.

El Káiser aceptó la revolución turca; sus oficiales habían sido educados en ese país y el sultán prometió una Constitución; a Guillermo, sus consejeros lo dejaron solo.

En Berlín se abrazaron tío y sobrino con el beso de Judas.  Los reyes ingleses viajaron a Berlín; el encuentro fue glacial.  Guillermo seguía empecinado con la cuestión naval; se negó reducirla. Eduardo y el Zar llegaron a un acuerdo duradero, lo que Bismarck tanto temiera y evitara: el Emperador   provocó durante veinte años la unión de Inglaterra con Rusia. En 1909, Bülow logró en Venecia -con el consentimiento de Su Majestad- tratar con Londres la cuestión de la flota y proponerle al rey inglés un Tratado comercial y hasta una posible alianza, la misma que rechazó en 1898 y en 1901. Era tarde, por desgracia: Alemania, durante un siglo, llegó siempre tarde.

Europa estaba dividida en dos. Tipita quería una flota en crecimiento hasta 1920. Bülow sabía que esa posición los alejaba de Londres. El embajador alemán en Francia, Maternice, prefería un acuerdo. Con la caída de Bülow y de su amigo Eulenburg, Guillermo perdía fuerzas y mostraba fatiga y temor y al Canciller le faltaba energía para dirigirlo y además no lo adulaba ni le tenía confianza. Aceptó que Marruecos fuera francés y se ilusionó con las nuevas colonias.

Kuerten deseaba la guerra de Marruecos contra Francia. Repetir la actitud de Tánger, sin contar que Francia tenía poderosos amigos. hizo que el emperador enviara una cañonera, pero Francia tenía 100.000 soldados. Fue un acto ridículo, de mala política; hubo desconfianza en Europa, aunque Guillermo esta vez no tuvo la culpa.   

1911-1912 fue un duelo entre Maternice y Tipita: el primero quería detener la construcción de la flota y el segundo, continuarla. Maternice imaginó que Inglaterra y Alemania serían finalmente amigos; grave error porque Inglaterra también se armaba y Alemania continuó armándose. El Embajador previene de nuevo a Guillermo que se burla de sus aprensiones. Churchill anuncia que “esta competencia terminaría en una guerra en dos años” y no se equivocó.

Los nervios del Emperador no resistían este exceso de tensión.  Ambos países aplazaron seguir la construcción naval por un año. Si el Káiser hubiera dispuesto el Tratado por otro más moderado, la guerra se habría evitado, pero no cedió en nada.

Muere Eduardo VII; sube su hijo, el heredero Jorge V. Guillermo se ilusionó con una mayor calma en la política europea.

1912Europa está al borde de la guerra; los Balcanes unidos amenazan contra Austria, más peligroso que el problema de Alsacia y Lorena. Austria y Rusia están al borde de enfrentarse. Guillermo considera insensato esa postura y las Potencias tiemblan. Todos se mentían, algunos con precaución, otros frívolamente y Berlín con estupidez.

Cuando Turquía fue derrotada, no permitió que Alemania interviniera hasta que las otras Potencias no actuaran como intermediarios. Alemania se abstuvo; por primera vez fue más sensato que sus ministros, negándole a Austria la ayuda para una guerra contra Serbia. La triple alianza protegía las posesiones del presente, no las ulteriores. Guillermo parece pacífico al lado de la belicosa Austria, descartando toda posibilidad de luchar. Sentía que su país no debía defender a Austria por un capricho: dos años más tarde, esta posición hubiera evitado la Guerra Mundial. Pero dos semanas después cambió de opinión y se mostró fiel a los aliados durante este momento tan tenso.

Berlín fue burlada por Viena, que buscaba el éxito diplomático. Quería saber las razones verídicas, por las cuales Alemania entraría en la contienda. Rusia, como siempre, se echó atrás y Francia se devanaba la mente por conocer la real causa de este cambio abrupto.

El Emperador no escucha a Inglaterra; entonces Gran Bretaña llega a un pacto con Francia. Toda ayuda es bienvenida, pues se trata de la vida o de la muerte de Alemania, aunque recién el Káiser se da cuenta.

La política en Serbia del Emperador Francisco José de Austria fue un error; debió retirarse, porque aliarse con un Imperio en ruinas como Serbia no resultaba beneficioso. La lucha entre germanos y eslavos, ligados por el conflicto de un pacto nacional, los llevó a convertirse en aliados de un Estado mitad eslavo.

Holstein afirmaba que era un pacto indisoluble esta alianza, así como la enemistad entre Inglaterra con Rusia, más la inquietante situación con Guillermo. Todo cambio era demasiado tarde. Berlín desconfía de la fidelidad de Austria y no consideraba esta alianza de un gran valor: “leches l´Autriche et nous lâcherons les français”.

Francisco Fernando era lo opuesto al Reich. Como desconfiaba de Austria y quería asegurarse los Balcanes, apoyó a Serbia contra Viena. Los búlgaros eran tan rebeldes como Prusia lo fue antaño.  En Grecia reinaba la hermana de Guillermo; con los turcos, jugaba a dos puntas. En el reparto de Turquía Alemania anhelaba La Mesopotamia; incitó a los rusos, dejó intranquila a Inglaterra, que envió su flota.

Estando el emperador en una regata, le traen un telegrama donde decía; “hace tres horas el archiduque y la archiduquesa fueron asesinados en Sarajevo”. Hizo poner la bandera a media asta, la regata fue suspendida y regresó a Berlín. No se sentía apenado por el crimen, pero sí sentía temor. Tenía fe en la monarquía; luchó treinta años contra los socialistas y los anarquistas, como si fueran regicidas.  El crimen de Sarajevo atizó su temor y deseaba un castigo ejemplar; hubiera bastado la cabeza del serbio para calmar la sed de venganza, pero, por esta cuestión en Serbia, terminó estallando la Guerra Mundial, que Bismarck retuvo durante décadas; por las diferencias entre Rusia y Austria y la dinastía de los Habsburgo que llegará a su fin con Francisco José. Ese crimen fue el punto culminante para iniciarla. Desde hacía décadas estaban preparándose y el peligro aumentaba; nadie la temía tanto como el Reich, que prefería evitarla. De haber sido pacífico en las tres crisis anteriores hubiera podido evadirla y salvar a Europa, pese a su enemistad con su tío Eduardo, en ese momento rey. San Petersburgo, Viena y Berlín pudieron haber salvado la situación bélica, aunque otras voces, por despecho personal, la deseaban. El Káiser no deseaba la guerra ni Rusia ni Gran Bretaña, si bien se vieron empujados por orgullo vengativo o la poca habilidad diplomática de sus ministros. Se necesitó una cantidad de mentiras y calumnias para provocar el odio mutuo. Fue más bien una guerra entre ministerios, donde la muerte de diez millones de seres humanos no importó sino el antagonismo de quienes la conducían.

Austria deseaba eliminar a los serbios.

El Káiser leyó las exigencias de Serbia a Austria; Francisco José no deseaba la unión de Serbia con Montenegro ni el acceso de Serbia al mar. Exige el castigo al crimen. Se encontraba navegando.

El Zar no estaba a favor de los regicidas, pese a defender a los serbios, por haberse comprometido en un acuerdo y por ser de origen eslavo. Guillermo siempre creyó que Rusia sería pasiva; Francisco José podía vengar la ofensa de su honor como quisiera, pero: ¿por qué meterse en una contienda bélica para calmar a los austríacos de una ofensa personal?

Serbia debía ser castigada por el crimen; Francisco José debía decidir, escribe Guillermo.

 

El 24 de julio de 1939,

 

Como era su costumbre, antes del ultimátum de Viena, se vuelve contra Inglaterra. Crece la excitación. Lo sucedido en Viena no es suficiente. El 26 escribe: “los ultimátum se aceptan o no, pero no se discuten”. El peligro de la contienda está próximo. Inglaterra responde: “en cuestiones vitales, no se consulta a nadie”.

El Káiser no cree en Rusia: si Austria extermina a Serbia, el Zar declarará la guerra. Roma mantiene un tono pacífico.

Ese día, Europa espera en suspenso que llegue el ultimátum; la respuesta de Serbia fue incondicional: capitulación humillante, conocida en todo el mundo. “El Emperador austriaco no necesita la ocupación de Belgrado como garantía de su palabra”. Viena no lo acepta.

El Zar envió un millón de soldados a la frontera.  Guillermo quedó atónito, pero se repone y escribe: “Inglaterra, Francia y Rusia quieren destruirnos. El cerco a Alemania es un hecho consumado.  Inglaterra logró un éxito brillante en su política contra Alemania a la cual persiguió año tras año. Tomó ventaja de nuestra amistad con el Emperador de Austria para someternos. Inglaterra perderá la India. W “. Así escribe y firma el Emperador Guillermo.

Con la movilización rusa, la guerra era inevitable para Alemania. las Potencias trataron de frenarla durante cinco años. El odio de Guillermo contra los ingleses fue el origen de la Guerra Mundial. El Káiser, como monarca autócrata, entró en ella. El Parlamento es quien decide una guerra o la paz con otros países; en Alemania consultaron los documentos antiguos para aceptar el desafío del modo más elegante posible pues se consideraba en guerra contra Rusia.  En el fondo, ambos imperios temblaban por su trono.

Jorge V, el rey inglés, y Nicolás II cambiaron telegramas muy fríos.  Humberto II de Italia retrocedió, lo cual enfureció al Káiser, pues los rusos ya disparaban. Grecia se mantuvo neutral pues tenía un convenio con Serbia.

 Al principio de la guerra, le entra al Káiser un sentimiento nacional germánico, pese a su parentesco con ambos primos. Fue la última gran prueba para el Emperador que debió justificar su conducta con sus teorías autocráticas sobre el “derecho divino”.  demostró valor, decisión y equilibrio, cuando durante treinta años se mostró lo contrario.

No pudo domar su carácter y trató los asuntos bélicos con optimismo y superficialidad; su conducta fue deficiente para esos momentos. A causa de la tensión, su incapacidad y su debilidad interior se agudizaron. Nombró a los jefes militares, siendo Multe el Jefe Supremo con un ejército de millones de hombres, donde su cargo le exigía nervios de acero. Guillermo le entregó un plan de campaña a Schlieffer, que lo aceptó sin protestar y que debilitaba al ejército del Este a favor de Oeste. El Emperador quería avanzar sobre un plan establecido: Multe se oponía que fuera un solo frente en vez de dos, como estaba planeado y pierde la seguridad y la confianza necesaria; su plan fue estudiado por su ejército durante años. Eran un millón en el Este y otro millón en el Oeste.

El Káiser no era ninguna autoridad militar y desconocía las leyes bélicas, al punto de exigir un cambio imposible de efectuar, pero como siempre se muestra tanto en la paz como en la guerra un autócrata, sin tener que rendir cuenta a la Constitución ni depender de su decisión; era un poder absoluto frente a Francisco José en Austria, ya anciano y achacoso- y frente al débil Nicolás de Rusia.  Sus decisiones y también la consecuencia de los fracasos dependían íntegramente de Su Majestad.

Sin embargo, en dos años deja de tomar decisiones que al principio tanto mal hicieron, ya que el resultado de Marne fue totalmente su responsabilidad. Debilitar el ejército del Este fue un plan suyo, no de Schlieffer, lo cual dio lugar a la invasión rusa. Al perder la batalla en Francia, envió dos cuerpos del ejército que se debilitaron al abandonar el ejército del Oeste, creando un agujero abismal en ese flanco. Este cambio trajo graves consecuencias.

Los días antes de la batalla de Marne debía estar en Francia con sus tropas, pero desde este momento no deseó tomar más decisiones ni sentirse responsable y, ajeno a la realidad, ve triunfos por todas partes. Debía haber dejado el mando al Almirante, desde un principio. Era un hombre civil, aunque opinara lo contrario, sintiéndose militar hasta la médula de los huesos y con capacidad de comandar el mayor de los ejércitos.

Inactivo, aislado, se siente un mártir que nadie comprende. Su entorno sigue siempre halagador y sólo le habla de las victorias, jamás de las derrotas.

Cuando en 1915, alguien que llegó de Roma debe informarle la posibilidad de que Italia entre en la contienda, lo detienen bruscamente diciéndole: “¿No le traerá más que buenas noticias a Su Majestad?”

Sus cambios de ánimo eran constantes, pasando de la euforia al decaimiento. Después de la caída de Amberes, se encuentra desconectado; que la guarnición haya escapado hacia el norte no le preocupa en lo más mínimo. Habituado a los elogios constantes y a los aplausos de la corte, es imposible hablar con seriedad. Era indispensable hablar de la guerra, de la cual dependía el país y de la lucha en los Dardanelos.

Como Jefe Supremo, debió escuchar las noticias e interrogar a fin de enterarse de lo sucedido en Turquía. Dibuja sobre el mapa los avances de la guerra, frente a un auditorio casi dormido, agotado por el exceso de trabajo.  Debía haberse informado de la dirección civil del Imperio, celebrando conferencias, pero él intentaba que fueran los más breve posible. Cuando se trató de la entrada de EE. UU, le informaron al mensajero que debía ser escueto, porque la mesa del almuerzo ya estaba lista. En esos años de hambre y desolación, se servían tres platos, vino, cigarros y cerveza. Dormía la siesta, daba un paseo en auto, paseaba a pie o visitaba algún castillo antiguo: llegó hasta el lugar de Sedán para estudiar in situ el suceso. A la noche la tertulia terminaba a las 11 P.m.

Mientras en Brúcela los alemanes arrancaban las cerraduras de las puertas y los grifos para confiscar todo el cobre hallado y las mujeres vendían sus cacerolas heredadas de sus abuelas o bisabuelas, el Káiser ordenó en los FCC de esa ciudad un vagón- cuarto de- baño, con una bañera de cobre puro para agregar a su tren imperial. 

Observó la batalla de Sisones con larga vista, feliz porque ganaron y repartiendo de modo infantil condecoraciones. Se siente traicionado por sus parientes ingleses; siente temor a ser engañado o atacado y a su vez admira la potencia naval más fuerte del mundo la cual consideraba imposible de vencer.  Su escuadra no salió de sus puertos, porque él la consideraba   una garantía para mantener la paz. Se sentía el jefe Supremo de su flota, su obra maestra.

 Intentó comandar la guerra por tierra, por medio de informes indirectos o mediante telegramas; decidió cuestiones vitales para la nación. Prohibía ataques según su humor y, acosados en Verdun por la artillería inglesa, concibió la guerra submarina como defensa y se la concedió el Parlamento. La guerra submarina sin limitaciones suponía la entrada de EE UU a la guerra y, por ende, la derrota de Alemania.

El almirante pidió el retiro; meses más tarde se llegó a un acuerdo, pero se abstuvo de regresar: las marchas y contramarchas del Káiser lo habían frustrado.

La división del ejército en dos fue su primera desilusión.

Esta fue la primera parte de la guerra; en la segunda, renunció a sus poderes. En la mitad de la guerra, la dirección política del Imperio quedó anulada.

Guillermo sabía hablar, pero no obrar. El temor al enemigo lo dominaba; odiaba tomar decisiones y sentía cierta reserva por las revoluciones internas, que siguieron a la derrota en el extranjero, lo cual lo inclinaba hacia la defensiva o esperar en una pasividad absoluta, que terminó extinguiendo su poder.

En enero de 1917, el canciller entregó el poder político del Imperio a dos generales irresponsables. El Reich aceptó todas las razones expuestas. En esta etapa ya no se interesaba en dar órdenes; su temor de escuchar noticias desagradables desmejoró su salud y se quebrantó su ya débil sistema nervioso.

Por primera vez aceptó ver a un diputado socialista. Nadie imaginó que sería su sucesor. Para el emperador, Bülow seguía siendo un traidor. Con el permiso del Alto Mando, nombró canciller imperial a un individuo insignificante y, a su caída, obligó a aceptar a un anciano conde.

 Yacía abúlico y distanciado, dejando el mando a los Jefes del Ejército incapaces para tomar decisiones   y perdió todo influjo. Alemania no tuvo un representante digno.

En 1918, en el último año de la guerra, aceptó toda la responsabilidad: ¿no era acaso una abdicación? Lo único que sabía hacer es repartir condecoraciones.

A principio de agosto, reconoce la situación: “la guerra debe terminar. Los espero en Spa”. Cuando percibe el fin, abandona el Cuartel General y se marcha. Nadie se anima a describirle la verdadera situación, porque “no era conveniente infundirle un pesimismo excesivo”. Estaba desorientado, pese a presumir frente a terceros. No se da cuenta de la catástrofe.

Este ser débil e irresoluto no sabe si es despreciado o compadecido. La fe del pueblo declina; la nación entera es pesimista, aunque al Emperador se le olvida verdades desagradables.

Cuando el 2 de septiembre Inglaterra ataca con tanques, se enferma y los suyos tiemblan por las consecuencias.

El agotamiento reduce a millones de hombres inocentes al derrumbe total.  Mientras siguen luchando, él vive en medio de un paisaje acogedor, lejos de la tragedia de su patria y nadie lo distrae con calamidades; le hablan de arte y de ciencias tecnológicas.

Al final de su reino se encuentra con personas capaces: presenta a su cuñado como candidato para Finlandia. Tres semanas más tarde regresa al Cuartel General. Frente a un pupitre habla media hora a los obreros comunistas. Ellos sonríen: ¿desde cuándo elogia a los comunistas? Produjo críticas y risas; más se exaltaba, más frío se tornaba el ambiente. Fue un paso en falso; alejado de su pueblo, los obreros perciben su debilidad y él apenas intuye la cólera general. Se aleja nuevamente.

Llega la deserción de Bulgaria. Regreso urgente al Cuartel. A fin de septiembre, América ataca con energía a Alemania, que yace agobiada: con un solo empujón, caerá. Una cantidad de soldados inútilmente lucharon en el año 1918 y él ni siquiera estaba enterado.

La caída del zar fue un golpe tremendo, pero, que su país cayera, era intolerable. Durante cuatro años recibió noticias falsas y su ego le impedía comprender la situación.

El 29 de septiembre piden el armisticio y la paz sin condiciones. Cae como una bomba para el pueblo. Ordena que le informen sobre la situación del país; lo aterroriza una revolución más que perder la guerra. Alguien le propone una dictadura, pero se niega. El segundo paso era la democracia, para no temer la rebelión de la masa. Piensa en retirarse y que el pueblo intervenga en los destinos de la patria, en los derechos y deberes del gobierno; a la hora cambia de parecer y dice que piensa meditarlo en Spa.

Los dos Generales lo intiman a un armisticio inmediato, ante el temor de un derrumbe repentino. Duda en tomar la decisión; le recuerdan que el nuevo gobierno sería una condición previa a la petición de paz; regresa y firma el decreto de la Constitución. Así nació la democracia alemana.

Durante cuatro años, los súbditos de Prusia y toda Alemania querían tomar parte del Gobierno y se les negó: si el pueblo ahora formaba parte del gobierno era porque se esperaba una Alemania democrática y conseguir un gobierno socialista con cierta probabilidad de éxito.

Una quinta parte del mundo vio la caída del emperador que, durante treinta años, intranquilizó inútilmente a Europa. El sistema Imperial llegó a su fin; partió al exilio sin poder; nadie se lo exigió, ni la nobleza ni los socialistas. El país no sentía odio hacia

Él; no provocó la guerra: intentó evitarla. La facilitó con su falta de tacto y su gobierno mediocre frente a las otras grandes potencias, pero el pueblo conocía superficialmente al emperador y la razón- al final de la contienda- clamaba por su abdicación.

Guillermo se sintió en paz de no tener más responsabilidades en el futuro difícil que se presentaba. A sus casi sesenta años abandonó sin pena una causa perdida.

El príncipe Baden, amigo y primo, aceptó el puesto de Canciller. Era

un noble, capaz de tomar el timón en ese momento de enorme peligro; hijo de príncipes y heredero de un trono era, además, un general. Las casas reinantes se hundirían, aunque no dudó un momento en sacrificar todos los reinos alemanes.  El Káiser no deseaba tomar la responsabilidad de una petición de armisticio. regresó a Berlín, decidido a presentar oficialmente su abdicación.

Las consecuencias de la guerra fueron varias.

·        Polonia y Alsacia anuncian su separación del Imperio.

·        München y Stuttgart piden la destitución de sus reyes.

·        Los socialistas exigen la abdicación en forma de ultimátum.

·        El Canciller presenta su dimisión y previene al Káiser que una dictadura militar es inevitable.

Si la abdicación no se hacía pública en Berlín a la mañana siguiente, los jefes laboristas no podrán contener a los obreros en las fábricas. El emperador no está en su sano juicio cuando afirma: “quiero ahorrar a mi patria la guerra civil, pero, después del armisticio, deseo regresar pacíficamente a mi país, al frente de mi ejército”. El general le da unas palmaditas en el hombre y le dice finalmente la verdad: “a las órdenes de sus jefes y generales, el ejército se retirará en orden y con calma, pero no a las órdenes de Vuestra Majestad: ¡El ejército ya no está con su Emperador!” 

El Reich exige esa comunicación por escrito y el general le contesta: “En una situación como ésta, ese juramento es una mera ficción”.

El mundo se le viene abajo; durante años intentó fortificar el ejército para que lo protegiera. La abdicación era una condición sine que non, previa para al armisticio. Finaliza la sesión: el gobernador militar desde Berlín envía un mensaje; “También el mundo se pasa a la revolución; no dispongo de tropas”.

La fría negativa de los militares es una realidad: Habrá que asumirla. Lo 

pronosticó en sus últimas palabras Bismarck al joven presumido Emperador: “Mientras tenga Vuestra Majestad ese cuerpo  

oficial, se le podrá permitir todo; en caso contrario…será muy distinto”. Fue la última vez que se vieron.

Guillermo por primera vez, con sensatez se dispone al sacrificio con el fin de evitar la guerra civil. En un último momento, algunos utópicos proponen que abdique como Emperador de Alemania, no como rey de Prusia. Acepta. El Canciller, con la responsabilidad de su cargo y como amigo toma la decisión y comunica oficialmente la renuncia al trono.

Finalmente, el Káiser comprende que debe abdicar, pues ya no estaba en libertad de elegir. Dormirá en el tren real y partirá a Holanda, como estaba previsto por la mañana. Sólo le quedaba comunicarse con su hijo primogénito y firma:” tu padre, víctima del destino”. Por la mañana, el Príncipe marcha a encontrarse con su padre, pero él ya no está. Con unos cuantos fieles servidores marchó huyendo en auto hacia el Oeste; en la frontera lo detienen; hasta que la reina Guillermina y sus ministros lo acepten pasan seis horas, él, que nunca esperó ni seis minutos, aguarda prisionero en un cuarto casi celda.

Por fin, Holanda lo acepta y puede continuar; sube al coche y en el apuro olvida disimular su brazo tullido. Un soldado holandés escolta al prisionero. Torna su mirada hacia atrás, hacia su país, que por su pedantería y soberbia puso a Europa en pie de guerra. Alemania perdió más de un millón de soldados y otros varios millones pasaron hambre, subordinados a los aliados, mientras él gozaba de un buen bienestar en tierras holandesas. No volverá a ver a su país.

 

Bibl: El Káiser Guillermo II.   Emil Ludwig

Editorial Juventud S A. Barcelona, año 1929

 

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