El Káiser Guillermo II
EL KAISER Guillermo II
Hijo primogénito del
príncipe heredero Federico, casado con la hija mayor de la reina Victoria
y el príncipe Alberto.
Parto largo y difícil.
Al tercer día notaron el brazo izquierdo paralizado, la articulación rota y los
tejidos musculares lastimados. En ese estado no podía recuperar el movimiento
de su brazo con ninguna cirugía.
La pierna izquierda
tenía dificultad y con el oído izquierdo tuvo siempre problemas: le dolía desde
niño.
Buen mozo, un poco
afeminado (aclara su preceptor); no le interesaba su vida interior). Sufrió el
carácter áspero de su padre y el desprecio de su madre, que se inclinaba por su
hermano Enrique.
Su abuelo, el emperador
Guillermo I, cumple noventa años; si no fue un buen rey, tenía a su lado
a Bismarck, a quien no quería pero respetaba y aceptaba sus
sugerencias. El Canciller, elevado a la categoría de duque y luego a
príncipe, firmaba tratados y convenios para intentar –primero- apartar a
Austria del Imperio Alemán y –segundo- apartarla junto a Rusia de una posible
guerra en los Balcanes. Se aproximó a Rusia en 1887 recién cuando el Zar fue
Alejandro III.
Cuando Austria se negó
a renovar la triple Alianza imperial, Bismarck inventó otro modo de asegurar la
paz. Rusia sabía que, si luchaba contra Austria, debería
enfrentarse también a Alemania -si existía un peligro de confrontación en
los Balcanes- pero, si Austria atacaba o invadía, Alemania ayudaría a Rusia. El
Zar se comprometía a permanecer neutral, en caso de que Francia atacara a
Alemania. Bismarck llamó a este convenio “el contraseguro contra
Austria”. Se aseguraba Viena contra Rusia, por medio de la triple Alianza.
Alejaba de Alemania el peligro de tener que luchar en el Este y el Oeste al
mismo tiempo; este sistema del Canciller fue sin duda su obra magistral.
Cuando el Zar
Alejandro llegó a Berlín en 1887, se encuentra con el Kaiser y
le declaró alejarse de una alianza con Francia, aunque desconfiara
de Austria. Las fronteras de ese país eran hostigadas por tropas rusas y
Bismarck temía una posible guerra y hacía lo imposible por evitarla
con un emperador muy anciano y un príncipe heredero al borde de la
muerte. Por medio de alianzas y tratados, todas las potencias europeas eran
aliadas, neutrales o inofensivas. Sólo quedaba fuera Inglaterra, cuyas fuerzas
eran desconocidas.
Durante diez años
Bismarck tocó las puertas de Londres, dirigiéndose a Gran Bretaña con una
proposición oficial de una alianza con Alemania y luego con Austria; presentó
otro tratado para los tres Imperios, Inglaterra, Alemania y Austria, pero
necesitaba un convenio público. Éste fue el legado del Canciller para la
generación siguiente y ésta la situación difícil en que se
encontraba el país, a la muerte del primer Emperador alemán, Guillermo I.
Su hijo Federico,
mortalmente enfermo, agonizaba de un cáncer a la laringe. Fue un
excelente militar en los campos de batalla y murió como muere un
soldado.
Su madre le prohíbe a
su hijo Guillermo en dos ocasiones ver a su padre moribundo. Guillermo pasaba
por San Remo, rumbo a Roma. Tal vez nunca le pudo perdonar que
subiera al poder tan joven, cuando ella había ansiado tantos años
ser reina de Prusia y tuvo la desgracia de que su marido muriera
apenas cumplido su sueño. Luego de operado, proclama que está sano; no
podía hacerse a la idea de que estuviera agonizando. Su reinado durará poco y
bien lo sabe. A los 22 años su hijo, Guillermo II será el futuro
Emperador.
Eulenburg es y
será su único amigo, con quien pasa horas escuchando música -Wagner sobre
todo-. Será él quien nos aporte muchos datos de su carácter, pues durante
treinta años fue el favorito de la corte; escribía poemas, era un músico.
Será al único a quien le acepta darle sugerencias políticas.
Al principio, el joven
Kaiser prometió a Bismarck no provocar a las potencias e inició su
reinado con visitas al extranjero. Primero visita al Zar, en ese entonces
Nicolás II. Nunca se quisieron; el Kaiser encontraba a su primo débil y el
Nicolás lo tenía por petulante y vanidoso. Viaja a Viena, a Roma, a Londres y a
Oriente para tranquilizar la tensión vivida. El Canciller estaba alerta.
Guillermo II desea el
respeto de su pueblo muy al principio de su reinado; sufrió
disturbios sociales y pretendía obrar según sus principios
humanitarios. Más de
cien mil hombres hicieron huelga en 1989, por sus jornales: “Debo velar por mis
obreros” dice; contratistas y accionistas deben ceder; quiere
aumentar los salarios, siempre que no sean socialistas o anarquistas; para él
son lo mismo: los enemigos de la patria, que debían ser aplastados,
porque era un peligro grave para la democracia. Guillermo teme sufrir los
atentados de su abuelo y los protege repartiendo derechos, sin ceder a los
consejos de Bismarck, quien era un absolutista popular, al estilo de Federico
el Grande, pero entre ambos había transcurrido un siglo.
Había dos temas que lo
desvelaban; su fin y que el movimiento estimulado por él, acabara siendo más
fuerte que el propio gobierno, al cual podría terminar derribando.
El Kaiser probó y,
cuando fracasó, reunió a la guardia Imperial. Entonces comprendió que todos los
ministros obedecían a Bismarck. Jamás entendió cuán diferente hubiera sido su
reinado, si lo hubiese conservado. Nadie quería al Canciller, pero se sometían
a sus principios; el Canciller ordenó a su hijo mayor que se hiciese amigo del
rey para asegurarse el poder; era un tirano en su familia y con sus
empleados. Fue el individuo más odiado de Alemania, aunque no pudieron percibir
cuánto le debían.
Guillermo II se mostró
superficial y con ciertas falencias para reinar seriamente. Cambió el frac
negro de la antigua Prusia por un calzón corto, medias de seda, zapatos con
hebilla y los tricornios. Bismarck no estaba de acuerdo con los aduladores que
siempre alababan a Su Majestad pero éste no admitía que no
aceptaran sus ideas.
Para sus viajes
reservó doce vagones. En las ciudades importantes
se muestra con un
casco de oro, muy serio y con la emperatriz a su lado sonriendo, muy al estilo
alemán. A los cinco meses de subir al trono exige que le aumenten a seis
millones su renta. Bismarck lo encuentra exagerado; ya existían gastos
exorbitantes de su madre y de la Emperatriz y de sus hijos (se casó
muy joven, por conveniencia, no por amor).
El yate costó 4 ½
millones. En sus viajes a Viena y a Roma, de modo ostentoso e innecesario
llevaba como obsequios anillos de diamantes, condecoraciones de
plata, alfileres de corbata, marcos para fotos de oro, relojes de
oro con cadenas, petacas y condecoraciones de la orden del Águila
con diamantes: el motivo era hacerse querer y ser admirado.
Viaja la mitad del
año; más de treinta semanas está fuera del reino. No escucha a nadie y
sólo expone sus ideas. Cuando reside en su país, a lo sumo lee los telegramas y
la correspondencia, no más de dos horas diarias. Se encamina velozmente hacia
al autocracia.
Un invitado en un
banquete insinúa que Federico II no hubiera podido llegar a ser El Grande con
un Bismarck al lado: la flecha envenenada entró en su corazón.
El Kaiser protege en
los comienzos a los obreros: descanso por las noches y los domingos y no al
trabajo infantil. Afirma que los patrones los exprimen como a limones.
Los obreros quieren participar de los beneficios que producen y hacen huelgas,
mientras crece el socialismo cada vez más organizados y audaces. Pronto hubo
disturbios. El obrero, imposible de contentar, puede ser un peligro para la
monarquía. Guillermo acepta que se discutan los edictos, que la ley se
suavice, que el gobierno ponga fin a las deportaciones. El Canciller se irrita
por esa conmiseración; el emperador se excita: “no desea manchar con sangre los
primeros años de su reinado”. Bismarck le responde; “sin sangre, será difícil
resolver la situación. Cuanto más tarde, mayor será la resistencia y mayor la
violencia”. El rey se opone y Bismarck presenta la dimisión frente a todo
el gabinete. Fue una maniobra muy hábil. En silencio quedan los ocho; todos se
ponen del lado del Canciller por temor a su ira. El Kaiser furioso intenta
dominarse.
El Emperador se
encuentra con el Zar. Nuevamente Bismarck se opone, pues traerá roces con
Francia. La desconfianza de Nicolás crece junto a la amabilidad un tanto
agresiva de su primo.
El Canciller encuentra
oposición a sus reformas en el gabinete; sabe que esto halagará al Kaiser.
Arremete entonces: “Cuando un ministro no advierte el peligro a su soberano
comete traición a la patria.” El Emperador firma; el canciller se niega.
Con esta proclama, es
el primero que fija ante el mundo la idea de los consejos de obreros, tres
décadas antes. El rey veía en esto justicia, pero su Canciller veía el
peligro; los diarios advierten que su rey escucha a otros consejeros; varias
ciudades en la confusión piden aumento de inmediato, apoyándose en las palabras
del Reich y piden a la federación de obreros mineros la
confiscación de todas las minas a su favor.
Entonces el anciano
Canciller le dice: “me temo estorbar a Su Majestad en su camino”. Guillermo
calla, o sea admite. Éste insinúa abandonar sus cargos en el gobierno y
retirarse a su antiguo trabajo en el Ministerio de Relaciones Exteriores. El
rey acepta con una inclinación de cabeza, pero
cae en
depresión; perdió sus primeras elecciones por causa de sus decretos. Los
socialistas se triplican; se deberá reformar el voto, quitárselo a los
socialistas, ya considerados enemigos del Estado, pero insiste “no con fuego ni
granada.” Bismarck acude a su lado y le responde: “se los debe matar a
balazos.” El rey afirma; “no quiero bañarme en sangre. Las reformas en el
ejército deberán efectuarse por seguridad; no quiero conflictos”.
Aterrado, necesita una
mano fuerte a su lado, pero el Canciller ya no soporta sus órdenes y esta
vez presenta su dimisión irreversible.
El anciano se siente
humillado; en una conversación para vengarse de la ingratitud y la deslealtad
saca el tema del Zar, como por casualidad y le muestra lo que opina Nicolás II
del Kaiser: es “un loco, un joven mal educado y de mala fe.”
El Reich calla, no
monta en cólera, pero se lo nota perturbado: jamás -ni antes ni más tarde- fue
herido tan profundamente. Ahora desea vengarse de Bismarck y de su primo,
el Zar. Su Majestad espera el envío su dimisión; “deberá estar a las 14
horas, donde su dimisión será aceptada.” Éste se niega a estar presente pues
“su salud no se lo permite”. Nadie pensó en una dimisión del gabinete
colectivo, lo cual hubiera sido lógico.
Luego de veintiocho
años de influir sobre Prusia y en el Imperio, necesita una dimisión ante la
mirada de la historia. El Kaiser recibe la dimisión por escrito y sigue
ejecutando música con su favorito. Solamente escribe al pie de página:
“aceptada. W”.
La diplomacia
comprende en el exterior –no en Berlín- lo que sucede en Europa. Guillermo
triunfó, por ahora.
Pese al enojo y la
humillación de saber lo que opina de él, Berlín y San Petesburgo se ponen
de acuerdo: el Tratado no separa al Zar de Francia, pero la traición de la
triple Alianza podría dejarlos a merced de Rusia; este país podría entonces
imponer condiciones en un futuro. Los rusos estaban dispuestas a renovarlo por
seis años –antes eran tres años- y luego sería considerado perpetuo. Para
Alemania era la seguridad de no temer una guerra en dos frentes al mismo
tiempo.
Holstein
Durante la visita de
Guillermo a su tío, el príncipe de Gales, el futuro Eduardo VII y el Reich
brindan por la esperanza de que “la flota inglesa junto al ejército
alemán garantice la paz.”
Tres meses después,
Nicolás, aislado por Alemania, firma con Francia un Tratado de alianza.
En síntesis; por
hundir a Bismarck, se hundió él y al Imperio. Desde la partida de Bismarck,
todas las decisiones las tomaba el Emperador. Mientras se encuentra de viaje en
Gran Bretaña, Bismarck visita a los emperadores en calidad de despedida.
Durante siete años, la
política Imperial fue dirigida por tres hombres: El Kaiser, Holstein y
Eulenburg.
Su personalidad y
costumbres
El soberano dedica su
tiempo a hacer gimnasia, a la música, juegos de magia, representaciones. Sus
compañeros rondaban entre los treinta y cinco y los sesenta años. No podía
estar solo y, si lo estaba, iba al salón de la emperatriz, pese a temer el
influjo femenino de las damas de su corte, tal vez por el odio a su madre. Se
casó por obligación, muy joven, y nunca se le conoció relación alguna ni
antes ni después del casamiento. Ella era sensible, cariñosa, algo torpe y muy
religiosa. Él era un temperamento nervioso, un histérico autócrata. Le
gustaba divertirse entre hombres. Su convivencia era muy aburrida; ella no
intervenía para nada en política. El no le hacía confidencias.
El Reich estaba
entregado en cuerpo y alma al ejército. Repetía en sus discursos que la única
columna en el Imperio eran los militares. Les cambió los uniformes
varias veces, algunos hasta les impedía moverse cómodamente.
Con el tiempo aumenta
su inseguridad y la falsa estima por su superioridad. Quiere siempre
destacarse, ganar, no escucha consejos.
El Emperador
desea emprender la ofensiva contra Francia y debilitar el Este,
dividiendo en dos su ejército. Holstein amenaza con su dimisión para disuadirlo
de esa idea poco factible. Veinte años más tarde, el
plan del Kaiser facilitó al ejército francés en la victoria de Marne,
durante la Primera GuerraMundial.
Deseaba declarar la
guerra a Gran Bretaña, que se hallaba en guerra en otras zonas; sin barcos ni
preparación alguna, desiste y propone otro plan: aliarse a Rusia y avanzar
sobre India y Egipto. Cuando le hacen una objeción en su contra afirma
que “sólo conoce dos partidos; los que están con él y los que están contra él”.
Tenía treinta años; su
divisa es y será el absolutismo. Su interés en contentar a los obreros había
mermado. No los podía contentar; para él eran una banda de rojos, indignos de
ser alemanes.
En 1894, puso fin al
Tratado comercial con Rusia y, en 1889, atacó el canal del Rin.
Alemania no resiste sus intervenciones ni sus locuras. No acepta un
gobierno con forma constitucional. Si continúa en esa línea, será el fin de la
monarquía. Su porvenir, seis años después de tomar el poder, era un misterio y
un peligro. En1892, el lazo con Rusia se rompió; un año después el Tratado
ruso- alemán. El anciano ex Canciller escribe en los diarios los planes
de Rusia en los Balcanes. Sobre Austria comentó que “no es misión de Alemania
ayudar a los planes de Austria en los Balcanes”. Guillermo opinaba que Rusia
deseaba ocupar Bulgaria y solicitaba la neutralidad. “Yo juré ser fiel a
Francisco José, no puede abandonarlo respondía al Zar.
Su amistad con Austria
y los Habsburgo era por compartir la misma lengua, raíces
y tradiciones históricas, aunque Austria será en el futuro la ruina de
Alemania. Se sentía ligado con el anciano Emperador austrohúngaro y
con el Sultán del Imperio Otomano: el conflicto era entre Viena y Petesburgo.
Su alianza con los tres hubiera sido una ilusión que no se cumplió.
Mientras Napoleón III
reinó en Francia, convivieron sin lastimarse la monarquía y los republicanos.
Con Inglaterra tenía
una relación de amor-odio; pretendió minimizar el Imperio Británico que sentía
como la patria de su madre. Era una difícil relación entre el país que admiraba
y despreciaba al mismo tiempo.
Construir una flota
que igualara la inglesa fue lo que lo llevó a La Primera Guerra,
junto al conflicto en los Balcanes, donde Austria pretendió imponerse a toda
costa. Nicolás defendió a los serbios, raza eslava con la cual se sentía ligado
por tratados y acuerdos. A Inglaterra no le interesaba pero sí el alarde de la
flota alemana que anhelaba ser más potente que la inglesa. Hacer alarde a
Guillermo no le dio ninguna ventaja. Inglaterra optaría siempre por Alemania
contra Rusia, en cualquier situación de peligro.
El futuro Eduardo VII
era lo opuesto al Kaiser: directo, franco, claro. Guillermo necesitaba brillar
y ser admirado constantemente. Era un ser nervioso, con períodos de depresión y
muy vanidoso. Era inteligente aunque, más pasaban los años, más desatinos
hacía más todos en la corte lo aplaudían.
Su madre, Victoria
y su hermano, Eduardo, se escribían cada semana. Era un lazo muy fuerte.
¿Sentía celos el hijo no querido por ese hermano adorado por su madre?
Eduardo no quería a su
sobrino pero tampoco lo humillaba por su posición jerárquica. No olvidaba
que pronto sería él rey de Inglaterra y Emperador de India. Siempre
antepuso la razón, la prudencia y la diplomacia. No obstante, pese a la
inquina que se tenían, fue el Kaiser a Londres, donde la reina y abuela
lo halagó con gran esplendor. Eduardo fue ascendido a Almirante y sentía
disgusto que su sobrino lo fuera a los veinte años. A Eduardo le
irritaban sus bromas infantiles.
En 1893,
Francia, en el Este asiático, estuvo a punto de provocar una guerra. El
país, apoyado por Rusia, deseaba extenderse hacia la India.
La flota inglesa era más débil que la rusa y francesa juntas; la de
Alemania era aún pequeña; no sería de gran ayuda y el ejército no podría defenderse
en dos frentes al mismo tiempo. Por obtener prestigio, debe jugar un papel
importante pese a sentirse dejado de lado. Cayó en otra depresión pues se
sentía inseguro y con miedo. Rechaza la Constitución.
Bismarck intentó durante diez años separar Rusia y Austria de los
Balcanes. La doble alianza pasó a ser la triple alianza. Inglaterra no se
decidía.
Holstein no estimaba
al Reich y éste quería a Eulenburg a quien le
dejaba opinar sobre
sus actos sin enojarse. La relación entre el Canciller y el favorito se puso
difícil y Hohenlohe, que no odiaba ni amaba, desconfiaba de los tres. El Kaiser
descubrirá la traición de Holstein una década más tarde.
Dos neurasténicos
decidían el rumbo de la política internacional en el Imperio Alemán.
Transvaal
Un médico inglés -con
el consentimiento de Johannesburgo más Cecil R. preparó una invasión a la
República: protesta contra Inglaterra. El Reich no quería la guerra pero
deseaba el triunfo. Marshall sostiene que se debe pensar en la opinión
de los pueblos. El Kaiser firma y se manda el telegrama. En Londres
están furiosos con los alemanes y se vengan con los que vivían en Inglaterra;
los apalearon, los despedían de las oficinas. La respuesta fue el traslado de
la nueva escuadra del Mediterráneo al mar del Norte. Inglaterra no lo olvidó
jamás y lo tendría siempre presente. El Emperador recibió críticas y sátiras de
la sociedad inglesa. El príncipe de Gales estaba consternado. Semanas después,
llega la negativa del acuerdo Mediterráneo con Austria e Italia; como consecuencia,
Viena y Roma se indignan con Alemania.
Tirpitz comprende la
necesidad de una marina de guerra alemana.
Bismarck había
aplastado al pueblo: lo odiaba, le temía. Ahora, la soberbia del Kaiser los
inflaba de orgullo. El horizonte se volvía sombrío. Deseaba una reconciliación
con Bismarck, aunque le aterrorizaba su regreso.
A los tres años de su
ausencia, Bismarck llega a Viena ovacionado por sus admiradores. Se reconcilia
con el Kaiser quien desconfía; lo recibió medio Berlín; el hilo que unía
Rusia con Alemania estaba roto.
Homenajes al anciano
en todos los Estados; lo reciben con júbilo en Hamburgo; fue un período de
homenajes que jamás conoció. Peregrinaciones llegaban a su residencia. “Antes
el pueblo me quería tirar piedras porque apoyaba la monarquía: ahora me aclama
el pueblo y la democracia (ironías del destino)”. A los setenta y
siete años, Alemania lo aplaude de pie. Guillermo pierde la partida.
Bismarck sufre una
pulmonía. EL Reich le ofrece uno de sus castillos en Alemania Meridional, pero
él no acepta moverse de su residencia. Cuando se recupera, Guillermo lo invita
a su cumpleaños y le manda una botella de un vino añejo. Quedan en
encontrarse y lo recibe con honores. El anciano llega con su hijo.
Almuerzan juntos con la emperatriz. La visita duró ocho horas: el
distanciamiento había durado ocho años.
El Kaiser lo
visita en febrero, cuando cumple ochenta años y le regala un sable de oro
en agradecimiento de sus logros y éxitos por su país.
Al anciano
le preocupan los tiempos nuevos; se ha construido un nuevo
trasatlántico e intuye el peligro que corre su país, conduciendo su obra
a la ruina. En 1890 hizo firmar un Tratado donde, si un imperio era
atacado, el otro se mantendría neutral. Sin embargo, el acuerdo
no fue renovado. El zar se acercó peligrosamente a Francia.
Nuevo distanciamiento
para la conmemoración del centenario de su abuelo, el Emperador Guillermo I, al
cual no es invitado. Al Kaiser le atrae este anciano dominante que no puede
vencer. Es un patriarca por su edad pero su figura crece hasta ser una leyenda.
En 1897, se
lanza un nuevo acorazado. El emperador lo visita en su casa una vez más; será
el último encuentro. Bismarck intenta hablar de política pero el rey
desvía el tema y termina la conversación con uno de sus
chistes. De nuevo intenta hablar sobre Alemania y Francia y
nuevamente hace otra broma sin prestar atención, lo cual era una falta de
respeto hacia el dueño de casa. Entonces le advierte y suena como una
premonición: “mientras tenga Vuestra Majestad un cuerpo de oficiales
como éste, podrá permitirse todo. Pero si llega a no ser así, sería también muy
distinto”. Guillermo se hizo como si no oyese la advertencia.
No florecía su
Imperio; no era feliz su pueblo. Aumentaba su poder naval. Europa teme al mayor
ejército del mundo alemán.
Bülow, el nuevo
Canciller
Reunía las cualidades
de Holstein y de Eulenburg juntos; hábil en política, humano, aunque libre del
sentimentalismo y del rencor maligno de Holstein. Buscaba obtener ventaja
y ganarse la voluntad del Su Majestad; sabía adularlo con las palabras
adecuadas, según su humor inestable. Fue un servidor amistoso; se expresaba
bien, hablaba cinco idiomas y necesitaba tener influjo sobre un monarca
voluble y sediento de adulaciones. Guillermo era un autócrata con un
miedo inmenso que ocultaba tras una fachada de soberbia.
Viena y Berlín
están en ese entonces en una relación tirante. Tiene un encuentro con el
Zar a bordo de su navío. Bülow logró durante siete años mantener entre ambos
una relación pacífica; puso fin a los telegramas y cartas violentas de
Guillermo.
Tres veces intentaron
los ingleses llegar a una alianza con el Kaiser; tres veces tuvo el Emperador
la decisión en sus manos, pues Bülow dirigía los negocios exteriores como antes
lo hizo Holstein. El sueño de Bülow era lograr unir Gran Bretaña con
Alemania y también a Norte América porque -de ese modo- ningún grupo político
mundial podría ganarles en poderío. Inglaterra entraría en la triple alianza;
por presiones en el exterior necesitaba de Alemania para evitar la guerra.
En 1898 el Canciller
señaló: “Cuando Inglaterra esté asegurada contra un ataque francés por
una alianza con Alemania, y ésta, por una alianza con Gran Bretaña,
consideraré la paz europea asegurada durante el tiempo que dure el pacto: sería
un alivio y una tranquilidad”: con un año más en el poder, Bülow lo
habría logrado, pero Guillermo no lo aceptó, porque Holstein estaba en contra
de “los que quieren separarnos de Rusia”.
El Emperador gozaba
haciéndolo esperar a Inglaterra y haciendo alarde de su flota. Bülow estaba
convencido de que actuaba de buena fe y que “nuestro comercio estaría
asegurado”.Guillermo no lo creía. Aliado a otra potencia, podría ser un peligro
para las islas británicas. Alemania poseía un ejército ejemplar y una
gigantesca escuadra. La segunda vez, la petición la rechazó Bülow y la
tercera se excusaron, “temiendo alarmar a Rusia”. El Kaiser le pidió
ciertos beneficios al Zar Nicolás por su negativa a aliarse, “pues se trata de
la paz de mi patria y del mundo”. Nicolás respondió que Inglaterra
le había hecho la misma proposición con el fin de distanciar la
amistad de Gran Bretaña con Alemania.
Victoria de
Inglaterra no aceptó la visita de su nieto el día de sus ochenta años.
Furioso le contesta a su abuela: “nos han tratado como a Portugal, a Chile o
a la Patagoniapor el conflicto de una isla ridícula (Samoa), que
posee para Inglaterra el valor de una horquilla, comparada con sus posesiones”. La
respuesta de la Reina Victoria fue de una admirable diplomacia.
Se verían en tal lugar, pues “el día de su festejo no podrá
recibirle”.El Kaiser quedó igual satisfecho, porque hacía cuatro años que
no viajaba a ese país y deseaba volver; partió con la Emperatriz y su
Canciller.
Los Boer -1899-
Amenazada por la
guerra contra los Boer, Inglaterra buscaba un aliado y optó por Alemania, que
deseaba un acuerdo público. Sería una Triple Alianza teutónica con dos ramas
anglosajonas. Holstein, desde Alemania, desconfía. Tampoco cree en un
compromiso entre Francia y Rusia. Bülow creían en la oferta de amistad inglesa,
pues Inglaterra luchaba en ese momento con Egipto, (Transvaal) y
China. Necesita de la fuerza alemana.
Feliz de
rechazar aliarse con Londres, Guillermo azuza a Rusia contra Inglaterra.
Está convencido que sólo Rusia podía vencer el poderío inglés. Si no,
habría llegado el momento de exigir a los ingleses el fin de la guerra en
el exterior y ejercer presión en el continente, a riesgo de una Guerra
Mundial pero, como era su costumbre, en el último momento se echó atrás,
con el pretexto que “debía consultar a Londres”. Necesitaba a
Inglaterra fuerte “indispensable para la paz de Europa”.
Muere la
Reina Victoria en 1901, lo cual llevó a la
reconciliación de la opinión inglesa con el Emperador, que llegó justo a tiempo
para encontrarla con vida, no se apartó de su lado, tomó parte del entierro y
estuvo en la coronación de Eduardo VII. La charla entre tío y sobrino fue
amical, incluso pensaron en un acuerdo. Eduardo sabía que ambos juntos podrían ejercer
como una policía mundial para la paz en Europa; incluso Eduardo
aceptó que Alemania obtuviera colonias para extender su comercio. Pero los
cambios abruptos del Kaiser ponían un límite. Chamberlain, el
ministro inglés, se desanima y no quiere saber nada con Berlín. Hubo
críticas contra la crueldad del ejército inglés en Transvaal;
Inglaterra critica a su vez a Alemania por su conducta en la guerra de
1870; se rompen las negociaciones; tres meses más tarde; en 1902,
intentan llegar a un acuerdo. El Kaiser intenta aliarse con todos,
siempre empecinado en su superioridad que todos los países conocían.
Bülow entra en
escena. “Nuestros enemigos temen nuestro ataque y no saben que nosotros
les tememos a ellos”.
El Emperador debilitó
el ejército del Este por el del Oeste. Alemania
nunca pensó en un conflicto con Rusia. Mostró siempre desprecio
hacia la raza amarilla, pese a recibir con honores a China, como
aliado, lo cual resiente su amistad con Japón. Prometió a Nicolás cubrir
la retaguardia en Asia, sin consultar con el Ministerio alemán. El Zar y su
primo tuvieron varios encuentros.
Cuando en 1904, Rusia
estaba en Guerra contra Japón, el Kaiser permaneció neutral. Envió carbón
a Rusia y Japón se enfureció. Si perdía Rusia, quedaría debilitada y
debería aliarse entonces a Alemania, pensaba Holstein: dos imperios se unirían
para someter a un tercero.
Nicolás y
Guillermo firmaron una alianza defensiva para conservar la paz de
Europa. En caso de un ataque, el aliado debía socorrer al otro. La
guerra ruso-japonesa estaba en su última faz. Rusia fue derrotada en un
combate naval en 1905. Francia no quería batirse por países Imperiales.
Nicolás habló mal de
Eduardo VII y lo trata de “falso, traidor y peligroso intrigante del mundo”. El
Kaiser le prometió no contraer obligaciones contra Rusia. Nicolás se encuentra
escéptico y deprimido. Francia vigila con desconfianza a Rusia. El Tratado que
el Kaiser hizo firmar al Zar les costó a ambos el trono.
En 1898, Nicolás llamó
al pueblo para la primera conferencia de desarme. Guillermo tiembla y
recibe la idea de la paz con una risa artificial; nadie cree en sus
sinceros esfuerzos pacíficos, salvo los EE.UU. Alemania está en
oposición con casi todas las naciones; ya se puede percibir el grupo de
los pueblos en la futura Primera Guerra. Alemania quedará aislada,
pero Su Majestad afirma;”nadie puede movilizarse tan velozmente como nosotros”,
siempre con su eterna petulancia continúa: “yo confío en mi espada y al diablo
los acuerdos”.
No se puede tomar
ninguna decisión sin su permiso. Con los años, la excitación crecía.
Alemania era un pueblo grande y pacífico con un rey débil, voluble y
presuntuoso. Guillermo se comparaba con Atila y los alemanes se indignaban que
de ser comparados con los hunos.
Al aumentar su
arsenal naval, creaba nuevas tensiones; la competencia en armamentos era
su obsesión. Deseaba asociar las flotas de Luxemburgo, Holanda y Bélgica con
Alemania y además incluir el Imperio Austrohúngaro. No le interesaba un
almirante de temple: a los hombres los elegía acorde a sus deseos.
Tirpitz sentía pasión por las armas. Tenía un defecto: no mentía, tampoco
lo adulaba. Quería sólo una flota para medirse con los ingleses; su
proyecto era absurdo; la más poderosa potencia naval inglesa no podía
jamás conceder una fuerte flota naval a Alemania, el más poderoso
ejército por tierra, sin exponerse a un serio peligro.
Tirpitz pidió siete
barcos de línea (en secreto planeaba construir treinta y
ocho), y le fue difícil silenciar al Kaiser de sus jactancias.
Ambos compartían las ideas políticas agresivas. Hubiera sido mejor
guardar el secreto para que Gran Bretaña no lo supiera, aunque el Emperador
opinaba que la escuadra lo dejaba exhibirse ante el Eduardo VII. Cuando
el rey inglés lo visitó en Alemania, Guillermo le sirvió una comida para
ciento ochenta personas en el yate imperial, donde hizo colocar cascadas de
agua y flores a granel. Presentó al rey toda la escuadra naval en una vana
demostración frente a su tío. El rey olvidó las flores, el té y las
cascadas pero no la escuadra moderna de aquellos barcos y regresó
intranquilo y preocupado a Inglaterra. Dos meses más tarde, por primera
vez envió Eduardo una escuadra al Mar del Norte. Guillermo ordenó a su
flota colocarse al lado de la flota inglesa y emborrachar a
los capitanes para conocer sus planes.
En 1905, Eduardo VII
viajó de paso por Alemania y no lo visita. La respuesta del embajador es que
“está disgustado con su sobrino por hablar mal de él en toda Europa”.
Pero nadie le creía ya al Kaiser; ajeno al peligro, estaba feliz porque
obtuvo el permiso del Congreso para construir seis acorazados más.
Entre 1890 – 1906,
manifestó a Eduardo su desinterés por Marruecos y hasta última hora se opuso a
desembarcar en Tánger. Deseando reconciliarse con Francia, dejó que París
extendiera su dominio en África: no le interesaba Marruecos. Entre 1904-1905
pasó un período depresivo que siempre precedía a una extraordinaria
excitación.
Un año antes le
extirparon un pólipo en la garganta; la duda de haber heredado el cáncer
paterno y una cierta melancolía no favoreció su estado nervioso.
En 1904 prohibió
el envío de un buque de guerra a Marruecos; un año más tarde desembarcó en
Tánger para no ser considerado por Francia como un ser débil, una contradicción
que sorprende. El temor a un temporal y a los anarquistas españoles lo hacen
sentir mal; quiere regresar, echarse atrás. París admite haber sido humillada
por los alemanes. Inglaterra se unió a Francia.
Las rivalidades
navales fue un punto culminante en la política. En Inglaterra descubren los
futuros planes de construcción. La amenaza alemana despertó la
defensa inglesa: era tarde para dar marcha atrás. En 1908 recomendó
submarinos y defensa en la costa. La visita de los reyes británicos se
postergó. Existía el peligro de la guerra en tres frentes. Si Alemania no
aceptaba deponer las construcciones navales, el peligro de una guerra era
mayor. El Kaiser decidió no atacar; apareció brillantemente ataviado
frente a su tío. Tirpitz apoyaba la guerra y se llenaba de júbilo
cada vez que lanzaban un buque alemán; los pequeños burgueses no permitían que
Inglaterra les ordenase el número de barcos a construir. La escuadra prevé unas
cuarenta unidades desde 1918 a 1920; confirmado por el Reich: y escribe: “no
tenemos intención de construir más; luego de 1920, hablaremos de nuevo.”
Inglaterra presentía
que había nuevos planes ocultos y consideraba una necesidad vital conservar su
superioridad naval. El Emperador afirmó:”deberán habituarse a nuestra escuadra,
aunque no es contra ellos”. Los ministros ingleses buscaban disminuir ambas
flotas. Guillermo, furioso, escribe al margen:”amenaza escondida; no dejarse
imponer nada. Una alianza con Gran Bretaña al precio de disminuir la escuadra
no es mi deseo. El embajador debió rechazar de inmediato esta propuesta”.
Bülow transmite en la
forma más moderada lo escrito por el Reich. Eduardo intenta tratar el
tema naval con su sobrino porque considera que “limitar la construcción
de sus naves es un gesto de amistad.”
Llegó para Bülow el
momento de renunciar. En 1901 el Kaiser es herido en un atentado
por un joven que le provocó un rasguño solamente, pero lo llevó a una depresión
nerviosa por su temor a una revolución.
Los socialistas
perdieron las elecciones pero en las próximas ganaron más del doble
de votos: ciento diez diputados, el partido más numeroso.
En 1908 hubo
desórdenes en la capital. El emperador daba órdenes terminantes sin salir del
palacio, rodeado de la armada. Si había sangre, la vería desde el palacio. A
los príncipes federales los consideraba como una amplia guardia personal que
debían obedecerle; sin embargo era una fronda no menos fuerte que el
socialismo. Los príncipes alemanes confederados no se sentían vasallos de
nadie; el más anciano percibió los peligros del despotismo con tendencias
liberales. En una ocasión incluso, se aliaron y el rey perdió el pleito.
Su carácter nervioso
recrudeció en la mitad de su vida. Los médicos, luego de ser destronado en
1919, lo declararon mentalmente enfermo, con el fin de disminuir su culpa en la
guerra, por negligencia y torpeza. Los caracteres complicados -aunque
inteligentes- nunca son normales; siempre están al límite de ser
irresponsables. Era neurótico, resultado de la herencia y del medio ambiente;
comprendía rápido, era talentoso y hábil. A los treinta seguía
sufriendo trastornos en el oído y se preguntaban si podía
evolucionar en trastornos mentales. A los treinta y siete, nuevos padecimientos
del oído lo deprimen y le fallan los nervios en varias
oportunidades. A los cuarenta y cuatro, necesita ir a un balneario con un
régimen severo; los cambios de su estado de ánimo preocupan mucho en la corte.
La guerra no lo
trastorna pues no se entera de nada y todo se le oculta. Luego del exilio vive
hasta los setenta fuerte y sano. De sus abuelos no hereda nada; de su
padre, la afición a la farsa y a ser vano, y de su madre, la terquedad,
todo esto envuelto en la inseguridad, su defecto mayor. Era agudo, bueno
orador, explosivo y prepotente. Ostentoso en sus regalos, concede títulos
y condecoraciones. Combate el duelo y logra disminuirlo. En 1907 suaviza la
pena de lesa Majestad. Sus cualidades pudieron hacer de él un príncipe
excelente, si no fuera por sus caprichos, resentimientos, miedos y
contradicciones.
A los treinta
da inesperados cambios en todas direcciones: desea ser popular; le gusta
brillar y ser halagado. Derrocha el dinero a manos llenas, sin preocuparse. No
soporta que lo miren a los ojos; tenía un tono nasal, desagradable; se hizo
pintar en París con un manto de púrpura y el bastón de Mariscal y en una
iglesia luterana imponiendo su imagen, en vez de la de Lutero.
Desde 1900 lleva las
insignias de Mariscal; se siente el General en Jefe y se entremete en las
maniobras.
Puede ser grosero con
sus invitados y confidentes. A un anciano comandante le tira de la oreja y de
la un fuerte golpe en la espalda. Los llama “burros viejos”. Es
igual con las damas de alta alcurnia, a quienes llama por señas para conducirlas
frente a él. Al mayordomo de la corte y Senador lo llama “gran cerdo”. Le
gusta ser el César en la familia y con su mujer se muestra frío en
público. El preceptor no puede tener una conversación seria sobre la educación
de los príncipes. Jamás se le encontró una querida, quizá, por ocultar su
debilidad física y su deseo de simular virilidad, lo cual lo salvó de toda
relación erótica; sus estados de ánimo oscilan: es un temperamento nervioso que
se manifiesta en su profundo desequilibrio.
Amigo de los adornos:
joyas, pulseras, anillos y toda clase de condecoraciones. Su único amigo,
pese a tener una familia, era homosexual. La atracción hacia su amigo en
la juventud era visible, aunque Guillermo huyó de su debilidad, buscando
actitudes militares que lo hacían parecer todo un hombre.
Si no lo ocupa algo
nuevo, cae en la apatía. Cuando Bismarck afirman que fue el fundador del
Imperio, él anota: “lo fue mi abuelo.” No soporta los éxitos de los demás.
Cree en el absolutismo
como una gracia de Dios; era un severo luterano, un protestante practicante.
Su carácter voluble
tuvo consecuencias. Según su estado de ánimo, traicionaba a uno o a otro.
Viajes y discursos eran su pasatiempo favorito. Viajaba para huir de sí mismo;
era alguien que no amaba el silencio. Le encantaban los desfiles, ceremonias en
las ciudades, despedidas en el andén
Hablaba en público;
era su modo de calmar sus nervios. Saber que su palabra podía preocupar al
mundo entero le causaba sumo placer. En 1894 viajó ciento noventa y nueve días;
en diez y siete años, dio un discurso cada once días. Su distracción preferida
era el ejército, los uniformes - los cambió treinta veces en quince
años y hasta la manera de llevar el fusil pues les hace llevar unos cordones
inútiles que les estorbaban para manejar las armas; los uniformes eran más
brillantes, en lugar de ser cómodos para una campaña. El ejército debía
someterse a sus caprichos y, detrás de toda esta superficialidad vana, la nube
de la tormenta se cernía.
A veces se cambiaba
doce veces de traje por día; uniforme de almirante, uniforme de cazador,
uniforme militar, traje de paseo, traje de tenis, traje de marino, traje
de levita negra, atavío de ceremonia, según la escena que debía
representar.
Le atraen las
mascaradas, el espectáculo, las pelucas, las fiestas y el manto de púrpura. Le
gusta representar roles; no soportaba la realidad, más bien huía de ella. Amaba
los autos y el avión veloz.
Era perezoso en su
función como Emperador. Trabajaba no más de dos horas por día sólo
leyendo los telegramas y escribiendo al margen de los informes unas
líneas breves. Resuelve rápido situaciones que deberían ser estudiadas con
tranquilidad y oye asuntos políticos, mientras juega al tenis o en los
descansos. Si gana, es más paciente en escuchar.
En 1901 ve
a Bülow y otros dos ministros. Engaña a los más cercanos, quienes se
admiran de sus conocimientos superficiales.
Exigía tanta
disciplina en sus caballos como en sus servidores. En ocasiones se da cuenta
que lo alaban en beneficio propio. Entonces se tornaba sombrío e
impenetrable. Empieza pero no termina nada y, entre la maraña de enredos, la
solución parece imposible; sus consejeros y los príncipes confederados
temen por el futuro. Es un autócrata de solitaria misantropía. Conducirá al
Imperio a la ruina.
En 1904, tiene
cuarenta y cuatro años, se prepara una revolución contra el Emperador, que
no supo diferenciar entre los aplausos gratificantes de las masas
-que utilizaba a sus alumnos para aplaudirlo- y el verdadero amor del pueblo.
La emperatriz madre se estremece y dice; “tiemblo ante la posibilidad de una
catástrofe”. Bismarck ya era un anciano de ochenta años para contener una
revolución; además, era monárquico.
Cuatro hombres le
advirtieron, pero era imprevisible la reacción del emperador. “Muchos lo tienen
por incapaz y les gustaría alejarlo; prevengan al Emperador” susurró el
cardenal Hohenlohe, antes de morir.
El Kaiser quedó
pensativo. Otro día le advierten que la lucha entre Su Majestad y
el pueblo es preocupante. El absolutismo se nota en los discursos y
telegramas. Alemania no puede vivir sin un Parlamento. El soberano quiere un
Parlamento, pero modificado. “Las potencias europeas esperan caer sobre
nosotros”, se defiende. Ha dado un paso contra la constitución.
La mayoría está
del lado opuesto, pero él cree hacer todo lo posible para su pueblo.
Reflexiona con su favorito, pero al día siguiente cambia de idea pues “no
cree en las profecías”.
Moltke le advierte que
“jugar a la guerra puede llevar a la caída del ejército: Vuestra Majestad da
órdenes al general en Jefe, lo cual no le otorga prestigio pues “Vuestra
Majestad no conducirá ningún cuerpo bélico”. La respuesta es; “yo enseño
a los generales como deben hacerlo” y frenó la conversación abruptamente.
Ocho meses después, en
las maniobras, Guillermo se limita a observarlo con una mirada objetiva:
el ejército no lo podía creer. Moltke tenía un carácter enérgico y pudo lograr
imponerse por tres años. No era su amigo ni nunca lo pretendió.
Guillermo tenía
sólo aduladores a su lado: príncipes, condes y duques también lo adulaban
con superlativos como “Altísimo, Serenísimo” y a Su Majestad no le
disgustaba.
El emperador no leía
los diarios; se limitaba a leer la correspondencia de los Príncipes
confederados o los informes de los embajadores, a quienes se les enviaban
copias con las notas en los márgenes. Nadie osaba escribirle la menor
crítica: todo era
”jactancias,
admiración, reverencias interminables.
Desconfianza entre los
tres
Eulenburg fue el único
amigo verdadero: Holstein y Bülow intentaban liberarse de sus cadenas.
El primero quería
resolver los conflictos de Europa. Cuando Guillermo desembarcó en Tánger, se
sintió dueño de Europa. No quería la guerra porque hubiese interrumpido su
carrera,
Bülow deseaba contener
los peligros el mayor tiempo posible. Su mayor error fue Marruecos; tenía
poder y necesitaba alejar a sus rivales par ser dueño del gobierno.
Rusia peleaba en el
Este contra Japón; Nicolás perdió la guerra y ¾ de su flota. Los dos primos se
encontraron y el Zar firmó un Tratado oculto, donde prometía la ayuda a
Alemania, poniéndose de su lado en contra de Francia. Cuando Bülow lo supo,
presentó su renuncia pero el soberano le pidió que no lo abandonara. El tratado
fue publicado y Londres supo de la intriga que tramaban los dos
imperios en el continente y, desde ese momento, tomó la decisión de
estar del lado opuesto en una guerra contra Alemania. Bülow trabajó noche y
día para alejar la idea del peligro.
Eulenburg,
el poeta y músico
lacrimoso cortesano de toda la vida, que sentía un amor profundo y quizá
malsano por su Emperador, fue expulsado y su caída lo alejó
para siempre, por un problema turbio que salió a la luz “sobre
afeminados que pululaban en la corte”. Harden lo publicó en su periódico;
empezó una campaña con alusiones solamente para iniciados de los motes íntimos
de Eulenburg y de Moltke y sus “amigos en privado”. Podían ser
castigados por una ley por perversión.
Al principio,
Guillermo no se quiso hacer cargo y envió los nombres involucrados a la
policía, sin abrir el paquete. Su hijo mayor el le llevó un artículo con
más de cien nombres de aristócratas distinguidos. Al Kaiser
le atraían los hombres afeminados; nunca se le conoció una relación;
luchó medio siglo ocultando esa debilidad, pese a suponer que
no tuvo ningún contacto físico con hombres. Pide la
historia secreta a su Ministro del Interior y le dice: “acabo de enterarme de
que hay invertidos en La Corte: para mí dejaron de existir”.
Se necesita dar un
ejemplo moral al mundo públicamente. Desaparecen las personas citadas por el
diario y fueron llamados antes un Tribunal tres condes, un jefe de coraceros
de la Guardia, los hijos de un príncipe, el príncipe de Prusia -a quien se
le priva del grado militar-, Moltke y el Maestro del Ceremonial.
Eulenburg fue
expulsado de la corte y confinado en su castillo. Éste se quejaba
de lo mucho que su posición en La Corte lo había alejado de su
arte; sin embargo, los dos amigos se encontraron en Noruega, en 1903, lo
recibió en su castillo y en 1907 se encontraron en Ginebra.
Él afirmaba que los
últimos diez años de constante trabajo lo agotaron y que debía descansar.
El Canciller firma la orden de su detención y es llevado para defenderse
de sus relaciones con pescadores o jóvenes soldados con quien había tenido
trato carnal. Un desmayo nervioso lo salvó pues el proceso se aplazó por
fecha indeterminada; regresa a su castillo donde vive doce años más. Es
indudable que cooperó para mantener la paz. En septiembre de 1908
terminaron los procesos. Eulenburg tuvo la satisfacción de ver caer
a Holstein y la tristeza de ver caer a su Emperador, tal como lo había
anticipado. Los cuatro: el Emperador, Eulenburg, Holstein y Bülow
tenían desde hacía diez años el poder en sus manos. Sólo quedaban
en la lucha Bülow y Tirpitz. De los tres, quedó Bülow como el vencedor.
Europa se enteró de la
clase de consejeros afeminados, espiritualistas, visionarios, charlatanes y
sumamente peligroso para el influjo sobre el Reich. El país estaba asombrado,
aunque no desaparecen los afeminados y homosexuales de La Corte Imperial.
Durante las tres
décadas anteriores a La Primera Guerra, el miedo y la amenaza de las
grandes potencias intentaban evitar el choque de forma pacífica, aunque
su rivalidad los incitaba a enfrentarse.
Entre sombras terminó
el siglo.
Guillermo aconsejó al
Zar –por intermedio de su embajador en Rusia- que entrara en la guerra
contra Japón, pues Alemania protegería su frontera;
Le sugirió a Nicolás a
atacara por la espalda a Gran Bretaña y hasta prometió su ayuda, al mismo
tiempo que rechazaba por tercera vez la alianza con Inglaterra (aún reinaba
Victoria) en la guerra contra los Boer. Sin embargo mostró, en el
encuentro en Alsacia, sentimientos amistosos hacia ese país; les escribe una
carta demostrando que el aumento de la escuadra es para defenderse de posibles
conflictos en el Pacífico. Japón estaba en una situación peligrosa;
sólo las potencias con una escuadra importante lograban que los escuchen.
Corría el año 1908. Con una mentira se atribuye la salvación de ese país
durante la gran crisis, cuando había propuesto a Rusia un ataque a Francia,
aunque luego se retracta antes el temor de las consecuencias y transforma en un
conjunto de aforismos un plan de campaña del cual espera el juicio
de la historia.
Toda Europa se levanta
contra Guillermo II y el pueblo se levanta contra su Emperador. (Metternich es
embajador alemán en Londres). Bülow presentó su dimisión con la de los
secretarios del Estado, pero el Kaiser logró conservarlo por miedo y se fue de
Berlín a cazar.
Cayó en una nueva
depresión; por la mañana paseaba, almorzaba a las 9 y permanecía de
sobremesa hasta las 11.30; luego salía de nuevo a cazar. Regresaba a las 5 P.m.
tomaba el té, se acostaba hasta las 8.30 P.m. reaparecía para la comida y
la sobremesa duraba hasta la medianoche. Bülow intenta hablarle pero no
admite ni se propone enmendarse aunque acepta proteger la política nacional y
aprueba las manifestaciones de su Canciller. Los alemanes respiraron. Todo
estaba en orden y firmado. El discurso del Canciller fue aprobado. El Consejo
tiene un proyecto que llega hasta la abdicación, pero su heredero no se animó a
firmarlo; no tuvo la energía necesaria y su falta de decisión no fue útil al
Imperio; el Emperador hubiera pasado por un mártir que renunciaba por
voluntad propia representando su mejor papel frente a la historia: los
ingleses le aconsejan que renuncie ante sesenta millones de súbditos.
En diciembre llega de
la colonia del Sudoeste de África la noticia del encuentro de campos de
diamantes de 40 Km. de largo por 2 Km. de ancho.
Bülow lo abandona y él
lo llama traidor. Su caída fue la peor de las catástrofes: hizo la guerra
inevitable; El haber conducido el país durante tanto tiempo al límite del precipicio
y haberlo salvado era una obra digna de agradecer. Bülow le escribe a su
sucesor;”He rogado a Su Majestad que no deje a los ingleses escuchar nada que
no puedan oír los renos, franceses, japoneses y americanos. Gran parte de
mi trabajo fue arreglar las consecuencias de las torpezas e indiscreciones.
Pasaron doce años. Fue admirable su actividad y su habilidad que Guillermo no
supo aprovechar.
Tiene 50 años, canos
los cabellos. La corte estaba solitaria, muchos desterrados, los consejeros
habían abdicado. La mayor parte de los príncipes confederados eran una
resistencia pasiva y no venían a Berlín. Todo se convirtió en monotonía; la
caza, los desfiles e incluso los viajes; pese a todo, seguía viviendo
lejos de la realidad. Las dos luchas de su gobierno las perdió porque el pueblo
estaba descontento y se mantenía hostil; los obreros se quejaban; una masa
roja, inquieta también, se agitaba. El socialismo aumentó a 4 millones,
creciendo de un 9% a un 35% en el último censo. Pedían un Parlamente y hasta
una República y reconciliarse con Francia y con Europa; los azules querían “la
gran Alemania”. Los burgueses lo apoyaban porque se enriquecieron y
deseaban seguir haciéndolo. La aristocracia tenía razón al enemistarse con
Guillermo. Cuánto más crecía la armada, más miedo sentían por causa
también de la agresividad de sus discursos provocadores. El Kaiser sentía
que actuaba correctamente. Nunca pudo hacer una autocrítica de sus
acciones; era terco y pensaba que el mundo le era hostil por celos. Se sentía
el príncipe de la paz: los otros países eran los enemigos que deseaban destruir
su reino y lo hacían sentir un mártir. La realidad era diferente:
su inestabilidad lo inducía a pelear con unos y con otros. Todo lo quería
hacer a su modo y a él le correspondió la responsabilidad de la última
década de aislamiento antes de la guerra. Inglaterra no se hubiera unido jamás
a los enemigos, sin sus continuas provocaciones. El Imperio fue víctima de su
Emperador. Cortaba lazos que luego intentaba componer; los halagaba y luego los
ofendía; su dicotomía era obrar entre la acción y el temor.
Después de veinte años
de fiestas, se encontraba solo. Ese año, Eduardo y Nicolás celebraron un nuevo
convenio; en el otoño, el pueblo se levantó contra el Zar; el
Kaiser sintió temor, lo cual lo llevó entre 1908- 1914 a ser más
prudente que sus mismos consejeros. La situación se convertía en trágica.
Eduardo VII, coronado luego de la muerte de su madre, Victoria de Inglaterra,
aplazó una visita a Alemania. Era tarde; diez y ocho años antes, se negó
tres veces a renovar el Tratado con Gran Bretaña, tan necesario para la
paz en Europa.
San Petesburgo
prometía ser neutral en un enfrentamiento.
Alemania intervino en
las cuestiones del Báltico, aunque siempre se había mantenido a un lado. El
sultán dio permiso a Austria de construir el FCC con tal de no dar salida al
mar a los serbios ni a sus aliados.
Para Austria era un
punto decisivo. Con la revolución de Turquía, se anexó Bosnia, asegurándose la
conformidad de Rusia, no de Alemania. El Kaiser se puso furioso: Austria fue
acusada de falsa y a los Habsburgo de perjudicarlo con su actitud.
Gran triunfo del
Eduardo. En 1899 el Emperador alemán también traicionó a Bosnia. En 1908-1909,
antes del apoyo de Alemania a Austria, Serbia se asustó. El Zar calculó que la
lucha era inevitable. Alemania se había mostrado en Europa como
encubridora de los proyectos de esa dinastía, pese a tomarlo de sorpresa.
El Kaiser aceptó la
revolución turca; sus oficiales habían sido educados en ese país y el sultán
prometió una Constitución; a Guillermo, sus consejeros lo dejaron solo.
En Berlín se abrazaron
tío y sobrino con el beso de Judas. Los reyes ingleses viajaron a Berlín;
el encuentro fue glacial. Guillermo seguía empecinado con la
cuestión naval; se negó reducirla. Eduardo y el Zar llegaron a un acuerdo
duradero, lo que Bismarck tanto temiera y evitara: el Emperador
provocó durante veinte años la unión de Inglaterra con Rusia. En
1909, Bülow logró en Venecia -con el consentimiento de Su Majestad- tratar con
Londres la cuestión de la flota y proponerle al rey inglés un Tratado comercial
y hasta una posible alianza, la misma que rechazó en 1898 y en 1901. Era tarde,
por desgracia: Alemania, durante un siglo, llegó siempre tarde.
Europa estaba dividida
en dos. Tirpitz quería una flota en crecimiento hasta 1920. Bülow sabía que esa
posición los alejaba de Londres. El embajador alemán en Francia, Metternich,
prefería un acuerdo. Con la caída de Bülow y de su amigo Eulenburg, Guillermo
perdía fuerzas y mostraba fatiga y temor y al Canciller le faltaba
energía para dirigirlo y además no lo adulaba ni le tenía
confianza. Aceptó que Marruecos fuera francés y se ilusionó con las nuevas
colonias.
Kiderten deseaba la
guerra de Marruecos contra Francia. Repetir la actitud de Tánger, sin contar
que Francia tenía poderosos amigos. hizo que el emperador enviara una cañonera,
pero Francia tenía 100.000 soldados. Fue un acto ridículo, de mala política;
hubo desconfianza en Europa, aunque Guillermo esta vez no tuvo la culpa.
1911-1912 fue un duelo
entre Metternich y Tirpitz: el primero quería detener la construcción de la
flota y el segundo, continuarla. Metternich imaginó que Inglaterra y Alemania
serían finalmente amigos; grave error porque Inglaterra también se armaba
y Alemania continuó armándose. El Embajador previene de nuevo a Guillermo
que se burla de sus aprensiones. Churchill anuncia que “esta competencia
terminaría en una guerra en dos años” y no se equivocó.
Los nervios del
Emperador no resistían este exceso de tensión. Ambos países aplazaron
seguir la construcción naval por un año. Si el Kaiser hubiera dispuesto el
Tratado por otro más moderado, la guerra se habría evitado, pero no cedió en
nada.
Muere Eduardo VII;
sube su hijo, el heredero Jorge V. Guillermo se ilusionó con una
mayor calma en la política europea.
1912: Europa
está al borde de la guerra; los Balcanes unidos amenazan contra Austria, más
peligroso que el problema de Alsacia y Lorena. Austria y Rusia están al borde
de enfrentarse. Guillermo considera insensato esa postura y las Potencias
tiemblan. Todos se mentían, algunos con precaución, otros frívolamente y Berlín
con estupidez.
Cuando Turquía fue
derrotada, no permitió que Alemania interviniera hasta que las otras Potencias
no actuaran como intermediarios. Alemania se abstuvo; por primera vez fue
más sensato que sus ministros, negándole a Austria la ayuda para una guerra
contra Serbia. La triple alianza protegía las posesiones del presente, no las
ulteriores. Guillermo parece pacífico al lado de la belicosa Austria,
descartando toda posibilidad de luchar. Sentía que su país no debía
defender a Austria por un capricho: dos años más tarde, esta posición hubiera
evitado la Guerra Mundial. Pero dos semanas después cambió de opinión
y se mostró fiel a los aliados durante este momento tan tenso.
Berlín fue burlada por
Viena, que buscaba el éxito diplomático. Quería saber las razones verídicas,
por las cuales Alemania entraría en la contienda. Rusia, como siempre, se echó
atrás y Francia se devanaba la mente por conocer la real causa de este cambio
abrupto.
El Emperador no
escucha a Inglaterra; entonces Gran Bretaña llega a un pacto con Francia. Toda
ayuda es bienvenida, pues se trata de la vida o de la muerte de Alemania,
aunque recién el Kaiser se da cuenta.
La política en Serbia
del Emperador Francisco José de Austria fue un error; debió retirarse, porque
aliarse con un Imperio en ruinas como Serbia no resultaba beneficioso. La lucha
entre germanos y eslavos, ligados por el conflicto de un pacto nacional, los
llevó a convertirse en aliados de un Estado mitad eslavo.
Holstein afirmaba que
era un pacto indisoluble esta alianza, así como la enemistad entre Inglaterra
con Rusia, más la inquietante situación con Guillermo. Todo cambio era
demasiado tarde. Berlín desconfía de la fidelidad de Austria y no consideraba
esta alianza de un gran valor: “lâchez l´Autriche et nous lâcherons les
français”.
Francisco Fernando era
lo opuesto al Reich. Como desconfiaba de Austria y quería asegurarse los
Balcanes, apoyó a Serbia contra Viena. Los búlgaros eran tan rebeldes como
Prusia lo fue antaño. En Grecia reinaba la hermana de Guillermo; con los
turcos, jugaba a dos puntas. En el reparto de Turquía Alemania anhelaba La
Mesopotamia; incitó a los rusos, dejó intranquila a Inglaterra, que envió su
flota.
Estando el emperador
en una regata, le traen un telegrama donde decía;”hace tres horas el
archiduque y la archiduquesa fueron asesinados en Sarajevo”. Hizo poner la
bandera a media asta, la regata fue suspendida y regresó a Berlín. No se sentía
apenado por el crimen pero sí sentía temor. Tenía fe en la monarquía; luchó
treinta años contra los socialistas y los anarquistas, como si fueran
regicidas. El crimen de Sarajevo atizó su temor y deseaba un
castigo ejemplar; hubiera bastado la cabeza del serbio para calmar la sed de
venganza, pero,por esta cuestión en Serbia, terminó estallando la
Guerra Mundial, que Bismarck retuvo durante décadas; por las
diferencias entre Rusia y Austria y la dinastía de los Habsburgo que
llegará a su fin con Francisco José. Ese crimen fue el punto culminante para
iniciarla. Desde hacía décadas estaban preparándose y el peligro aumentaba;
nadie la temía tanto como el Reich, que prefería evitarla. De haber sido pacífico
en las tres crisis anteriores hubiera podido evadirla y salvar a Europa, pese a
su enemistad con su tío Eduardo, en ese momento rey. San Petesburgo, Viena y
Berlín pudieron haber salvado la situación bélica, aunque otras voces,
por despecho personal, la deseaban. El Kaiser no deseaba la guerra ni Rusia ni
Gran Bretaña, si bien se vieron empujados por orgullo
vengativo o la poca habilidad diplomática de sus ministros. Se necesitó
una cantidad de mentiras y calumnias para provocar el odio mutuo. Fue
más bien una guerra entre ministerios, donde la muerte de diez millones de
seres humanos no importó sino el antagonismo de quienes la conducían.
Austria deseaba
eliminar a los serbios.
El Kaiser leyó las
exigencias de Serbia a Austria; Francisco José no deseaba la unión de Serbia
con Montenegro ni el acceso de Serbia al mar. Exige el castigo al crimen. Se
encontraba navegando.
El Zar no estaba a
favor de los regicidas, pese a defender a los serbios, por haberse comprometido
en un acuerdo y por ser de origen eslavo. Guillermo siempre creyó que
Rusia sería pasiva; Francisco José podía vengar la ofensa de su
honor como quisiera pero: ¿por qué meterse en una contienda bélica para
calmar a los austríacos de una ofensa personal?
Serbia debía ser
castigada por el crimen; Francisco José debía decidir, escribe Guillermo.
El 24 de julio de 1939,
Como era su costumbre,
antes del ultimátum de Viena, se vuelve contra Inglaterra.
Crece la excitación. Lo sucedido en Viena no es suficiente. El 26 escribe: “los
ultimátum se aceptan o no, pero no se discuten”. El peligro de la contienda
está próximo. Inglaterra responde: “en cuestiones vitales, no se consulta a
nadie”.
El Kaiser no cree en
Rusia: si Austria extermina a Serbia, el Zar declarará la guerra. Roma
mantiene un tono pacífico.
Ese día, Europa espera
en suspenso que llegue el ultimátum; la respuesta de Serbia fue
incondicional: capitulación humillante, conocida en todo el mundo. “El
Emperador austriaco no necesita la ocupación de Belgrado como garantía de su palabra”.
Viena no lo acepta.
El Zar envió un millón
de soldados a la frontera. Guillermo quedó atónito pero se repone y
escribe: “Inglaterra, Francia y Rusia quieren destruirnos. El cerco a
Alemania es un hecho consumado. Inglaterra logró un éxito brillante en su
política contra Alemania a la cual persiguió año tras año. Tomó ventaja de
nuestra amistad con el Emperador de Austria para someternos. Inglaterra
perderá la India. W “. Así escribe y firma el Emperador
Guillermo.
Con la movilización
rusa, la guerra era inevitable para Alemania. las Potencias trataron de
frenarla durante cinco años. El odio de Guillermo contra los ingleses fue
el origen de la Guerra Mundial. El Kaiser, como monarca autócrata,
entró en ella. El Parlamento es quien decide una guerra o la paz con otros
países; en Alemania consultaron los documentos antiguos para
aceptar el desafío del modo más elegante posible pues se consideraba en
guerra contra Rusia. En el fondo, ambos imperios temblaban por su trono.
Jorge V, el rey inglés,
y Nicolás II cambiaron telegramas muy fríos. Humberto II de Italia
retrocedió, lo cual enfureció al Kaiser, pues los rusos ya disparaban. Grecia
se mantuvo neutral pues tenía un convenio con Serbia.
Al principio de
la guerra, le entra al Kaiser un sentimiento nacional germánico, pese a
su parentesco con ambos primos. Fue la última gran prueba para el Emperador
que debió justificar su conducta con sus teorías autocráticas
sobre el “derecho divino”. demostró valor, decisión y equilibrio, cuando
durante treinta años se mostró lo contrario.
No pudo domar su
carácter y trató los asuntos bélicos con optimismo y superficialidad; su
conducta fue deficiente para esos momentos. A causa de la tensión, su
incapacidad y su debilidad interior se agudizaron. Nombró a los jefes
militares, siendo Moltke el Jefe Supremo con un ejército de millones de
hombres, donde su cargo le exigía nervios de acero. Guillermo le entregó un
plan de campaña a Schlieffer, que lo aceptó sin protestar y que debilitaba al
ejército del Este a favor de Oeste. El Emperador quería avanzar sobre un plan
establecido: Moltke se oponía que fuera un solo frente en vez de dos,
como estaba planeado y pierde la seguridad y la confianza necesaria; su plan
fue estudiado por su ejército durante años. Eran un millón en el Este y otro
millón en el Oeste.
El Kaiser no era
ninguna autoridad militar y desconocía las leyes bélicas, al punto de exigir un
cambio imposible de efectuar, pero como siempre se muestra tanto en la paz como
en la guerra un autócrata, sin tener que rendir cuenta a la
Constitución ni depender de su decisión; era un poder absoluto frente a
Francisco José en Austria, ya anciano y achacoso- y frente al débil Nicolás de
Rusia. Sus decisiones y también la consecuencia de los fracasos dependían
íntegramente de Su Majestad.
Sin embargo en dos
años deja de tomar decisiones que al principio tanto mal hicieron, ya que el
resultado de Marne fue totalmente su responsabilidad. Debilitar el
ejército del Este fue un plan suyo, no de Schlieffer, lo cual dio lugar a la
invasión rusa. Al perder la batalla en Francia, envió dos cuerpos del ejército
que se debilitaron al abandonar el ejército del Oeste, creando un agujero
abismal en ese flanco. Este cambio trajo graves consecuencias.
Los días antes de la batalla
de Marne debía estar en Francia con sus tropas pero desde este momento no
deseó tomar más decisiones ni sentirse responsable y, ajeno a la realidad, ve
triunfos por todas partes. Debía haber dejado el mando al Almirante, desde un
principio. Era un hombre civil, aunque opinara lo contrario, sintiéndose
militar hasta la médula de los huesos y con capacidad de comandar el mayor de
los ejércitos.
Inactivo, aislado, se
siente un mártir que nadie comprende. Su entorno sigue siempre halagador y sólo
le habla de las victorias, jamás de las derrotas.
Cuando en 1915,
alguien que llegó de Roma debe informarle la posibilidad de que Italia entre en
la contienda, lo detienen bruscamente diciéndole: “¿No le traerá más que
buenas noticias a Su Majestad?”
Sus cambios de ánimo
eran constantes, pasando de la euforia al decaimiento. Después de la caída de
Amberes, se encuentra desconectado; que la guarnición haya escapado hacia
el norte no le preocupa en lo más mínimo. Habituado a los elogios constantes y
a los aplausos de la corte, es imposible hablar con seriedad. Era
indispensable hablar de la guerra, de la cual dependía el país y de la lucha en
los Dardanelos.
Como Jefe Supremo,
debió escuchar las noticias e interrogar a fin de enterarse de lo sucedido en
Turquía. Dibuja sobre el mapa los avances de la guerra, frente a un auditorio
casi dormido, agotado por el exceso de trabajo. Debía haberse
informado de la dirección civil del Imperio, celebrando conferencias,
pero él intentaba que fueran los más breve posible. Cuando se trató de la
entrada de EE. UU, le informaron al mensajero que debía ser escueto,
porque la mesa del almuerzo ya estaba lista. En esos años de hambre y
desolación, se servían tres platos, vino, cigarros y cerveza. Dormía la siesta,
daba un paseo en auto, paseaba a pie o visitaba algún castillo antiguo: llegó
hasta el lugar de Sedán para estudiar in situ el suceso. A la noche la
tertulia terminaba a las 11 P.m.
Mientras en Brusela
los alemanes arrancaban las cerraduras de las puertas y los grifos para
confiscar todo el cobre hallado y las mujeres vendían sus cacerolas
heredadas de sus abuelas o bisabuelas, el Kaiser ordenó en los FCC de esa
ciudad un vagón- cuarto de- baño, con una bañera de cobre puro para agregar a
su tren imperial.
Observó la batalla de
Soissons con larga vista, feliz porque ganaron y repartiendo de modo
infantil condecoraciones. Se siente traicionado por sus parientes ingleses;
siente temor a ser engañado o atacado y a su vez admira la potencia naval más
fuerte del mundo la cual consideraba imposible de vencer. Su
escuadra no salió de sus puertos, porque él la consideraba una
garantía para mantener la paz. Se sentía el jefe Supremo de su flota, su obra
maestra.
Intentó
comandar la guerra por tierra, por medio de informes indirectos o
mediante telegramas; decidió cuestiones vitales para la nación. Prohibía
ataques según su humor y, acosados en Verdum por la artillería inglesa, concibió
la guerra submarina como defensa y se la concedió el Parlamento. La
guerra submarina sin limitaciones suponía la entrada de EE UU a la guerra y,
por ende, la derrota de Alemania.
El almirante
pidió el retiro; meses más tarde se llegó a un acuerdo pero se
abstuvo de regresar: las marchas y contramarchas del Kaiser lo habían
frustrado.
La división del
ejército en dos fue su primera desilusión.
Esta fue la primera
parte de la guerra; en la segunda, renunció a sus poderes. En la mitad de la
guerra, la dirección política del Imperio quedó anulada.
Guillermo sabía hablar
pero no obrar. El temor al enemigo lo dominaba; odiaba tomar
decisiones y sentía cierta reserva por las revoluciones internas, que
siguieron a la derrota en el extranjero, lo cual lo inclinaba hacia la
defensiva o esperar en una pasividad absoluta, que terminó extinguiendo su
poder.
En Enero de 1917, el
canciller entregó el poder político del Imperio a dos generales irresponsables.
El Reich aceptó todas las razones expuestas. En esta etapa ya no se
interesaba en dar órdenes; su temor de escuchar noticias desagradables desmejoró
su salud y se quebrantó su ya débil sistema nervioso.
Por primera vez aceptó
ver a un diputado socialista. Nadie imaginó que sería su sucesor. Para el
emperador, Bülow seguía siendo un traidor. Con el permiso del Alto Mando,
nombró canciller imperial a un individuo insignificante y, a su caída, obligó a
aceptar a un anciano conde.
Yacía abúlico y
distanciado, dejando el mando a los Jefes del Ejército incapaces para tomar
decisiones y perdió todo influjo. Alemania no tuvo un representante
digno.
En 1918, en el último
año de la guerra, aceptó toda la responsabilidad: ¿no era acaso una abdicación?
Lo único que sabía hacer es repartir condecoraciones.
A principio de agosto,
reconoce la situación: “la guerra debe terminar. Los espero en Spa”. Cuando
percibe el fin, abandona el Cuarte General y se marcha. Nadie se anima a
describirle la verdadera situación, porque “no era conveniente infundirle un
pesimismo excesivo”. Estaba desorientado, pese a presumir frente a
terceros. No se da cuenta de la catástrofe.
Este ser débil e
irresoluto no sabe si es despreciado o compadecido. La fe del pueblo
declina; la nación entera es pesimista, aunque al Emperador se le obvian
verdades desagradables.
Cuando el 2 de
septiembre Inglaterra ataca con tanques, se enferma y los suyos tiemblan por
las consecuencias.
El agotamiento reduce
a millones de hombres inocentes al derrumbe total. Mientras siguen
luchando, él vive en medio de un paisaje acogedor, lejos de la tragedia de su
patria y nadie lo distrae con calamidades; le hablan de arte y de ciencias
tecnológicas.
Al final de su reino
se encuentra con personas capaces: presenta a su cuñado como candidato para
Finlandia. Tres semanas más tarde regresa al Cuartel General. Frente a un
pupitre habla media hora a los obreros comunistas. Ellos sonríen: ¿desde cuándo
elogia a los comunistas? Produjo críticas y risas; más se exaltaba, más frío se
tornaba el ambiente. Fue un paso en falso; alejado de su pueblo, los obreros
perciben su debilidad y él apenas intuye la cólera general. Se aleja
nuevamente.
Llega la deserción de
Bulgaria. Regreso urgente al Cuartel. A fin de septiembre, América ataca
con energía a Alemania, que yace agobiada: con un solo empujón, caerá. Una
cantidad de soldados inútilmente lucharon en el año 1918 y él ni siquiera
estaba enterado.
La caída del Zar
fue un golpe tremendo pero, que su país cayera, era intolerable. Durante cuatro
años recibió noticias falsas y su ego le impedía comprender la situación.
El 29 de septiembre
piden el armisticio y la paz sin condiciones. Cae como una bomba para el
pueblo. Ordena que le informen sobre la situación del país; lo aterroriza una
revolución más que perder la guerra. Alguien le propone una dictadura, pero se
niega. El segundo paso era la democracia, para no temer la rebelión de la masa.
Piensa en retirarse y que el pueblo intervenga en los destinos de la patria, en
los derechos y deberes del gobierno; a la hora cambia de parecer y dice que
piensa meditarlo en Spa.
Los dos Generales lo
intiman a un armisticio inmediato, ante el temor de un derrumbe repentino. Duda
en tomar la decisión; le recuerdan que el nuevo gobierno sería una condición
previa a la petición de paz; regresa y firma el decreto de la
Constitución. Así nació la democracia alemana.
Durante cuatro años,
los súbditos de Prusia y toda Alemania querían tomar parte del Gobierno y
se les negó: si el pueblo ahora formaba parte del gobierno era
porque se esperaba una Alemania democrática y conseguir un gobierno
socialista con cierta probabilidad de éxito.
Una quinta parte del
mundo vio la caída del emperador que, durante treinta años, intranquilizó
inútilmente a Europa. El sistema Imperial llegó a su fin; partió al
exilio sin poder; nadie se lo exigió, ni la nobleza ni los socialistas.
El país no sentía odio hacia
Él; no provocó
la guerra: intentó evitarla. La facilitó ciertamente con su falta de
tacto y su gobierno mediocre frente a las otras grandes potencias, pero el
pueblo conocía superficialmente al emperador y la razón- al final de la
contienda- clamaba por su abdicación.
Guillermo se sintió en
paz de no tener más responsabilidades en el futuro difícil que se presentaba. A
sus casi sesenta años abandonó sin pena una causa perdida.
El príncipe Baden,
amigo y primo, aceptó el puesto de Canciller. Era
un noble, capaz
de tomar el timón en ese momento de enorme peligro; hijo de príncipes y
heredero de un trono era, además, un general. Las casas reinantes se hundirían,
aunque no dudó un momento en sacrificar todos los reinos alemanes.
El Kaiser no deseaba tomar la responsabilidad de una petición de
armisticio. regresó a Berlín, decidido a presentar oficialmente su abdicación.
Las consecuencias de
la guerra fueron varias.
· Polonia
y Alsacia anuncian su separación del Imperio.
· Munich
y Stuttgart piden la destitución de sus reyes.
· Los
socialistas exigen la abdicación en forma de ultimátum.
· El
Canciller presenta su dimisión y previene al Kaiser que una dictadura militar
es inevitable.
Si la abdicación no se
hacía pública en Berlín a la mañana siguiente, los jefes laboristas no
podrán contener a los obreros en las fábricas. El emperador no está en su sano
juicio cuando afirma: “quiero ahorrar a mi patria la guerra civil pero, después
del armisticio, deseo regresar pacíficamente a mi país, al frente de mi
ejército”. El general le da unas palmaditas en el hombre y le dice finalmente
la verdad: “a las órdenes de sus jefes y generales, el ejército se retirará en
orden y con calma, pero no a las órdenes de Vuestra Majestad: ¡El ejército ya
no está con su Emperador!”
El Reich exige esa
comunicación por escrito y el general le contesta: “En una situación como ésta,
ese juramento es una mera ficción”.
El mundo se le viene
abajo; durante años intentó fortificar el ejército para que lo protegiera. La
abdicación era una condición sine que non, previa para al armisticio. Finaliza
la sesión: el gobernador militar desde Berlín envía un mensaje; “También el
mundo se pasa a la revolución; no dispongo de tropas”.
La fría negativa de
los militares es una realidad: Habrá que asumirla. Lo pronosticó en sus
últimas palabras Bismarck al joven presumido Emperador: “Mientras tenga Vuestra
Majestad ese cuerpo oficial, se le podrá permitir todo; en caso contrario…será
muy distinto”. Fue la última vez que se vieron.
Guillermo por primera
vez, con sensatez se dispone al sacrificio con el fin de evitar la guerra
civil. En un último momento, algunos utópicos proponen que abdique como
Emperador de Alemania, no como rey de Prusia. Acepta. El Canciller, con la
responsabilidad de su cargo y como amigo toma la decisión y comunica
oficialmente la renuncia al trono.
Finalmente el
Kaiser comprende que debe abdicar, pues ya no estaba en libertad de
elegir. Dormirá en el tren real y partirá a Holanda, como estaba previsto por
la mañana. Sólo le quedaba comunicarse con su hijo primogénito y
firma:”tu padre, víctima del destino”. Por la mañana, el Príncipe marcha a
encontrarse con su padre pero él ya no está. Con unos cuantos fieles servidores
marchó huyendo en auto hacia el Oeste; en la frontera lo detienen; hasta
que la reina Guillermina y sus ministros lo acepten pasan seis horas, él, que
nunca esperó ni seis minutos, aguarda prisionero en un cuarto casi celda.
Por fin, Holanda lo
acepta y puede continuar; sube al coche y en el apuro olvida
disimular su brazo tullido. Un soldado holandés escolta al prisionero. Torna su
mirada hacia atrás, hacia su país, que por su pedantería y soberbia puso a
Europa en pie de guerra. Alemania perdió más de un millón de soldados y
otros varios millones pasaron hambre, subordinados a los aliados, mientras él
gozaba de un buen bienestar en tierras holandesas. No volverá a ver
a su país.
Bibl: El Kaiser
Guillermo II. Emil Ludwig
Editorial
Juventud S A. Barcelona, año 1929
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