martes, 11 de octubre de 2022

La fatiga de nuestro Siglo

  


             El cansancio satura nuestra época:

             El siglo XVIII tuvo  la idea  del contrato social.

El siglo XIX fue la idea del progreso,  la lucha de clases y en salud         la lucha contra las bacterias

El siglo XX fue la era de la inmunología.

En el siglo XX sentíamos la necesidad de vacunarnos, el intenso miedo al Comunismo y  a la Guerra Fría.  

Sigue habiendo migrantes, pobres parias, excluidos que se los ve como un agente patógeno.  Estamos cansados de  no “poder hacer”, de no cumplir  las demandas de la empresa  y las exigencias familiares.

Los medios de comunicación saturan la existencia. No hay tiempo para pensar, no se dialoga. Se vive en un bombardeo constante de noticias efímeras, oyendo  programas insulsos en la televisión, donde el objetivo es  atemorizar al oyente con muertes, crímenes, temblores, huracanes o  enfermedades terribles. Los análisis serios informativos desaparecieron. Cada uno está perdido en su diminuta pantalla.

En las empresas, el objetivo es que la persona trabaje y rinda. Hace siglos el empleado deseaba ser visto por el amo; la esperanza de ser reconocido no interesa. La gente  corre al gimnasio, almuerza en minutos, regresa a la empresa y trabaja   ocho   a diez horas diarias  durante años,  

Mientras tanto, aumentan las  depresiones, la ansiedad,  los trastornos de la personalidad (el sujeto no sabe qué quiere, para qué, tiene problemas de identidad  y  padece de narcisismo). Se elimina el trabajo conjunto, el esfuerzo de ambos. Existe el temor  de ser vigilado, que les lean  los emails electrónicos o verifiquen las páginas que se visita en la Red: todo se  sabe en Facebook e Instagram: fotos, historias, reseñas personales. Bastan unos minutos virtuales para suponer que uno se relacionó con el prójimo. Velocidad, consumo, competencia, individualismo,  atención fugaz,  violencia: uno está cansado. Se  perdió  el placer de estar con el otro en calma, trabajando juntos o compartiendo gustos. Según los psicólogos  el desgaste crónico proviene del exceso de trabajo  y la falta de motivación y así crecen los síntomas de la angustia.  

Tampoco se estudia por vocación. El joven  mantiene el promedio para no perder la beca. Quiere pasar con la mejor nota porque a las autoridades les importa la excelencia  laboral con horarios extenuantes. En las empresas, los empleados viven enajenados y con temor.  Es un acoso cerebral, envenenado con todo tipo de tóxicos químicos  para seguir adelante y enfrentar el día a día. Somos enfermos mentales y no existe medicina para los infartos psíquicos.

En el siglo anterior se temía la Guerra Fría. Se enfrentaban dos modos de vida. Uno sabía de qué lado estaba el enemigo y sabía defenderse. El comunismo podía infectar el capitalismo pero también éste podía infectar la mentalidad de los comunistas. Hubo resistencias, misiles, armas nucleares, amenazas. La guerra se jugaba de ambos lados: cuando existe un opuesto nace la enemistad.

En el siglo XXI el mundo virtual envenena las diferencias: pueden ser negadas o asimiladas. Los países se castigan con sanciones económicas. Invadir al enemigo, -Irak, Afganistán, Kuwait- fue el ideal de Occidente. Los países vencidos aprendían las reglas democráticas, aceptando que algunos ganen y otros pierden.

Los pobres  no son la clase proletaria que concibió la Revolución Francesa: son una carga estatal, sean migrantes, expulsados o no y se lo puede oponer sin destruir.

El diferente deseará posesiones. Se alienará viendo el fútbol, (sea  pobre o rico, brasilero o nipón); trabajará por una suma irrisoria mensual,  formará parte del medio, tendrá acceso a la red y, si  es un paria que emigra, será expulsado.  Si se satura el régimen, los controles  serán más rígidos  para que los prescindibles no se conviertan en agentes infecciosos. Es igual pedir a un político corrupto que sea castigado como a un migrante que sea repatriado: lo extraño es suprimido o controlado.  

En el S XX había amenazas. El inmigrante era una carga; el corrupto desordenaba el sistema.

Somos amos y esclavos de nosotros mismos, dijo Foucault. La distancia entre moral, religión, derecho, economía y filosofía  murió. Vivimos en una cultura  híbrida, pues  no tenemos una religión que marque el sentido o una moral de leyes que  se pervierten o desaparecen,  pues no existe un sistema  normativo. Las ganancias son de algunos y las miserias del resto. Se acepta esa condición, mientras sobrevivimos en la era de los derechos humanos. Curiosamente, hablar de derechos determina que las diferencias se supriman o que se admitan. Derecho a toda protesta.  Se gastan miles de dólares para paliar el Covit, pero los grandes capitales se destinan al armamento. El motivo es evitar que nos dañen.  Pero ¿Qué se sabe del genocidio en la franja de Gaza o de los túneles de Hamas que amenazan a Israel? Ya se olvidó el terremoto en Haití o el avión perdido de Malasia y se olvidó el ébola como se olvidó  Irak: nada merece recordarlo.

Lo mismo sucede  en la vida privada. Dos personas que se aman por Internet se mandan mails: si se ven o no se ven,  no interesa.  Al debilitar su capacidad de enfrentarse, uno se mantiene inmune: las relaciones humanas resultan débiles. El olvido es fácil,  el sexo es un goce efímero. Las amistades se hacen y deshacen fugazmente. La pareja es prescindible. La intimidad es escasa; el misterio, inexistente. La identidad en exceso anula las diferencias. La exclusión de lo extraño no es  un sistema inmunológico: se acepta o se desplaza sin problemas; no plantea retos formidables: hacemos todo lo que los demás hacen. Es el fin de la empresa en la cual cada uno era importante. El fin del diálogo largo e interesado, el fin del compromiso erótico,  de la amistad, de las relaciones estables.

Vivimos una era de aburrimiento. Vivimos  digiriendo procesos y expulsando el exceso; procesamos  información a granel, los bienes de consumo, las reglas y controles.  Vemos sospechosos  por todos lados: nos sentimos hartos, agotados, asfixiados. La sobreabundancia impuesta no se soporta. El silencio nos aguarda detrás del  bullicio y nada de lo que se dice importa.

Baudrillard escribe: la enemistad es el enemigo que aparece en la primera fase como un lobo. […] En la siguiente fase el enemigo adopta la forma de una rata: es un enemigo que opera en la clandestinidad y se combate por medios higiénicos; en una fase ulterior, adopta la forma de  un escarabajo y finalmente el enemigo adopta la forma viral. […]  La violencia viral parte de aquellas singularidades que se establecen en el medio -como  células terroristas adormecidas-  e intentan  destruirlas. El terrorismo consiste en la sublevación singular frente a lo global.

Los parias seguirán en la calle ante la mirada sin compasión de los ricos. Los desempleados harán protestas. Los  transgresores irán a la cárcel o deberán partir y, -si se van-  no molestarán más. 

El enemigo  no es  el que uno teme. El terror coexiste con el infarto psíquico, donde uno ya no es enemigo de nadie: uno se adapta a la extinción del otro. Uno  no debe despojarse: debe sumar: ya no es original sino  corriente. Peor aún: no rinde dentro del sistema  como los que sobresalen, porque  iguala,  diferenciando a los mejores de los peores.  Existe una diferencia entre los más exitosos y los mediocres y  esa lucha por prevalecer culmina en el agotamiento.

La muerte de todo proyecto nos empareja: son los demagogos democráticos  trabajando para minorías, que hablan pero no analizan y nada dicen; millonarios que pregonan ayudar a la sociedad  pagando salarios de hambre; jefes  hablando de justicia, pero distribuyendo  asecensos y prefidos, repartiendo cargos a  piaccere.

La violencia positiva describe una sociedad  masificada,  condenada a ser  tragados por el sistema y, si queremos salir es porque estamos adentro; finalmente caemos extenuados, diciendo una cosa y haciendo lo opuesto,  siendo copias del original, deprimidos,  apáticos: la depresión  se origina en la sobreabundancia de lo idéntico representando una masificación.

 Este sistema produce enfermos mentales. Nos estamos dañando. Vivimos  desilusionados: muere el diálogo, los argumentos son pobres. La capacidad de procesar  información es mínima, los vínculos amorosos, escasos.

Las patologías son tan comunes que los psicoanalistas enfrentan un dilema: si la sociedad anula al otro y genera cansancio: ¿Qué es ser normal? Alguien con un sentido de vida. El analista está violentado por la  masificación de lo idéntico. La distinción entre normal y patológico se pierde y quizás solamente el filósofo puede señalar el problema y devolverle su praxis a la psicología.

En Alemania, los trastornos  se dan en las clases más privilegiadas con una tendencia a igualar.  Es una sociedad apresurada  donde el rendimiento importa, es  la sociedad disciplinaria de Foucault que  consta de hospitales psiquiátricos, cárceles, cuarteles y fábricas, que  no  corresponden con el presente. La sociedad actual  no es la  del control y no porque no haya psiquiátricos, cárceles, hospitales; tiende a contemplar la disciplina como parte de un proceso; no  existe un grupo que discipline al resto,  todos se autodisciplinan,  se autoconfinan, se autodeterminan en un marco que  anula la diferencia, que separa lo normal de lo anormal. Al perderse la diferencia entre enfermos y no enfermos, los psiquiátricos se vuelven extravagantes.

Dentro de  prisiones saturadas  viven los criminales, pero también los que no se autodisciplinan en la sociedad de lo idéntico. Si bien sigue habiendo gobernantes y gobernados, médicos y enfermos, locos y cuerdos, estamos  unidos en una sociedad de control. La distinción clásica se  elimina y separa a quienes no se dejan igualar. Todos queremos rendir para sobrevivir,  tanto  magnates en una empresa  como profesores a tiempo completo: el éxito es rendir.

La  diferencia entre la sociedad disciplinaria y la de rendimiento es  que la   primera prohíbe  casi todo mientras en  la sociedad de rendimiento existen prohibiciones.

·        En a) no se puede hacer  lo que uno desea. La obligación  es “tener que hacer” lo que no se quiere.

·        En  b) uno se capacita para poder.

·        Negando las disciplinas  se dan tres fenómenos:

·        Se crea  deberes que impone a otros (expresión de poder)

·        Se impone a sí mismo obligaciones (poder más)

·        Se inyecta deberes (lo negativo se vuelve positivo).

Estamos ante un cambio de paradigma.

Dice Chul Han: la sociedad disciplinaria es una sociedad  de lo prohibido; el verbo que lo caracteriza es el “no-poder”. Incluso el deber  es inseparable de lo negado  y de la obligación.

La sociedad de rendimiento se caracteriza por el  “poder  sin límites”. Expresa  su carácter  positivo. Los proyectos y la motivación reemplazan la prohibición y la ley.

A la sociedad disciplinaria  lo rige el no.

La sociedad disciplinaria es negar lo que se desea; consiste en la saturación de reglas, códigos y normas que constriñe a la gente. Se vive con el miedo a ser castigado por alguna transgresión a la norma.

En las sociedades disciplinarias todo se traduce en cancelar  la libertad.  Genera psicosis,  esquizofrenia, adicciones y   crímenes.

 

 

La sociedad de rendimiento produce depresivos y fracasados. 

 

Se trata de  tener  más poder,  más dinero, un buen físico, dominar a los otros, poder consumir lo mejor. Es una sociedad positiva. Quien desea pero no puede se deprime, se siente fracasado,  se convierte en un ser resentido, triste y mediocre, que se conforma con poco y vive envidiando al prójimo.

Existe una diferencia entre  los “locos y criminales” y los “deprimidos y fracasados”. Los locos quedan fuera porque no pueden rendir. Quedan al margen de la sociedad y los dañan, se vuelven peligrosos, sean locos o criminales.

Los sistemas totalitarios  producen enfermos, genera deprimidos, cansados, pero no locos ni criminales. Si alguien se pregunta  sobre los narcotráficos o sicarios habrá que rastrear historias familiares y herencias, pero la pobreza por sí misma no  la produce; los inadaptados solo son depresivos crónicos.

La depresión se asocia a quienes se exigen y confunden  el rendimiento con el aislamiento, centrándose en sí mismo. El problema es llegar a ser lo que uno quiere ser. La depresión es la expresión patológica del fracaso del hombre en ser él mismo: la mayoría no llega a ser lo uno desea. No conquista sus metas, se deprime, se aisla, se distancia del hombre nietzschiano, que se consideraba el único dueño de sí mismo; un hombre que se comporta como soberano se eleva a la categoría de dios. Nada es imposible para el optimista, mientras para el hombre depresivo  nada es posible.  

El hombre que rinde pelea consigo mismo y el medio. Pero  el hombre poderoso  se explota de tal modo  que no nota su autodestrucción física o mental;  es un sujeto que se  obliga a rendir. El exceso de trabajo se agudiza y se convierte en auto explotación: el explotador es el explotado. Víctima y verdugo no pueden diferenciarse. Todos viven en una libertad obligada odiando su libertad que tanto defienden;  nada les satisface.  Entablan una competencia  que destruye toda convivencia.

Vivir en una libertad obligatoria nos fatiga o  nos conduce al aburrimiento.  Es la sociedad del exceso; la cantidad de estímulos afectan nuestra vida: oímos noticias, googleamos mails, los textos llegan y se envían sin cesar. Se navega en las redes sociales de forma incansable. Se suben fotos, historias, comentarios, para que se sepa  públicamente lo que pensamos, o lo que piensa el otro con un  “me gusta” o “no me gusta”, sin opiniones. La publicidad nos bombardea con comerciales insulsos; somos escuchas pasivos. En un supermercado  hay tantos productos similares  que uno no encuentra la leche, y cuando la encuentra, hay diez tipos diferentes. El umbral de atención es tan pobre que de los diarios se leen sólo los titulares; se hojean las revistas, se eligen  libros de autoayuda o libros virtuales que nunca se leen y  en el exceso  uno se pierde y termina confuso.  Somos humanos de multitareas sin profundizar.

La velocidad y el exceso  nos obligan a ser hábiles; la tecnología   nos hace  sentir  superiores: un ser sin computadora es un ser abandonado. En tal abundancia,  la percepción queda dispersa.

Hacer varias tareas  es una regresión. El multitasking ya existía entre los animales salvajes; el hombre primitivo vivía del mismo modo, destruyendo la capacidad de contemplar.

El contemplativo se aleja de los otros para admirar  y luego retorna a la acción. En estado de  peligro no se puede ser contemplativo, Mientras uno está en acción no  medita; mientras se alimenta, no  medita. Si uno se  ocupa de lo  cercano, lo lejano es descuidado.

El hombre está sujeto a una atención superficial aunque amplia: es una atención veloz sin contemplación. Las redes son la frivolidad de un universo diseminado; pasamos de la preocupación  a la ocupación: sobrevivimos. No alcanza el tiempo, no hay espacios de convivencia, no hay lugar para el otro. Las caras  en Facebook son fotos,  los mensajes de texto son light. El exceso de información diaria convierten al ego  en un ser distraído, no focaliza su atención, vive tenso, escucha  como autómata; pasa de una acción a otra, sin interés.

Vivimos en la la duda cartesiana, diferente al  asombro. El asombrado se extasia. Quien duda pretende resolver un problema práctico, mientras el asombrado deviene contemplativo, que se une  al asombro: uno queda estático. Uno se centra en algo hasta fundirse con ello. Mira un paisaje, una puesta de sol, oye una música, contempla un amanecer donde se olvida de sí mismo.

Contemplar es sustraerse de lo práctico, distanciarse  del ego hiperactivo; es un proceso de afuera hacia adentro. Es un recogimiento espiritual, donde uno es consciente de lo que mira  y el mundo interno cobra sentido: olvida  las  distracciones, cede la ansiedad,  se abstrae.

Hoy los seres humanos  no miran, no reflexionan, no dejan que las cosas hablen: no tienen tiempo. 


Los seres humanos perdieron la capacidad de contemplar. 


               

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